El sol se ponía tras las colinas que rodeaban la ciudad, pintando el cielo de tonos rosados y anaranjados que parecían encenderse como una promesa. Artemisa Weber, con el viento despeinando su cabello castaño, conducía su auto deportivo rojo por una carretera sinuosa que serpenteaba entre los bosques. El rugido del motor era como una extensión de su propio corazón, fuerte y libre, un recordatorio de cuánto había cambiado su vida desde los días en que su salud la mantenía atada a una cama de hospital. A su lado, Tomás, con su sonrisa traviesa y sus ojos verdes que parecían ver directamente a su alma, cantaba a todo pulmón una canción pop que sonaba en la radio, haciendo que Artemisa riera hasta que le dolían las mejillas.
—Eres terrible cantando, ¿lo sabías? —bromeó ella, lanzándole una mirada de reojo mientras cambiaba de marcha con una precisión que había perfeccionado en los últimos meses.
Tomás fingió indignación, llevándose una mano al pecho. —¡Oye, que estoy dando un concierto pr