El pasillo del sanatorio estaba envuelto en un silencio espeso, casi irreal. El olor a desinfectante, las luces blancas demasiado brillantes y la sombra de la tragedia que cargaba el aire hacían que cada respiro fuera una puñalada. Leah estaba sentada en una de las sillas de plástico, con las manos entrelazadas sobre su regazo, los dedos temblorosos, la mirada fija en algún punto difuso del piso. Kevin permanecía a su lado, recto, serio, una presencia firme que parecía retener la estructura del mundo para que ella no se derrumbara.
Habían pasado varias horas desde que los médicos los separaron del área de emergencia. Leah estaba perdiendo la noción del tiempo. Podían haber sido minutos o años. Su mente oscilaba entre imágenes confusas: el automóvil destrozado, la voz fría de la llamada, el eco de sus propios pasos corriendo hacia la habitación de Kevin.
La enfermera que se había acercado a ellos minutos antes les pidió amablemente pero con firmeza que esperaran fuera. Kevin tomó la ma