Kevin no había soltado la mano de Leah desde el momento en que recibieron la noticia. Aunque ella estaba sumida en un dolor tan abismal que apenas podía mantenerse en pie, él parecía sostenerla con cada pequeño gesto: el roce de sus dedos, la forma en que la guía al caminar, la manera en que su cuerpo se inclinaba ligeramente hacia ella, dispuesto a cargar con su peso si era necesario.
Tan pronto los médicos confirmaron que el cuerpo de la madre de Leah debía ser preparado para trasladarlo a la funeraria, Kevin se puso en acción. Su voz se volvió firme, precisa, la de un heredero Hill que tomaba decisiones sin titubeos. Pero detrás de esa determinación, había una preocupación palpable, casi cruda, que cualquier observador atento podía notar.
—Quiero que preparen todo para el sepelio —ordenó a uno de los asistentes de la familia Hill que había llegado apresurado al sanatorio—. Ahora. Sin retrasos.
—¿Desea que contacte personalmente con la funeraria, señor Hill? —preguntó el hombre.
Kev