La tarde caía lentamente sobre Madrid, y las gotas de lluvia corrían con suavidad por el ventanal de la oficina de Leah Hill.
El cielo era una mezcla de grises profundos, un espejo perfecto de lo que sentía en su interior.
Desde hacía minutos —quizás horas— no había logrado concentrarse en los documentos que reposaban sobre su escritorio. El sonido monótono del agua golpeando el vidrio la mantenía hipnotizada, como si buscara respuestas en el reflejo de su propio rostro.
Y, sin querer, su mente regresó a él.
Kevin.
Su nombre era una herida abierta y una caricia al mismo tiempo. Bastaba recordarlo para que su respiración se volviera más lenta, más pesada.
Cerró los ojos y su memoria la traicionó con una claridad que dolía.
Podía sentir todavía el roce de sus labios, la presión de sus manos, el tono firme de su voz cuando la llamaba por su nombre.
El calor en su piel.
El temblor involuntario que recorría su cuerpo cuando él la miraba con esa intensidad casi animal que parecía atravesarl