La tarde avanzaba con una calma casi irreal en la Antigua Mansión Hill. El sol se filtraba por los ventanales altos, bañando el salón de tonos dorados y tibios, mientras el suave tic-tac de un reloj antiguo marcaba un tiempo distinto, uno más lento, más humano. Leah sostenía entre sus manos la pequeña prenda que había comenzado a tejer junto a Isabel; el hilo descansaba ahora sobre su regazo, olvidado por unos segundos, porque había algo en su pecho que pedía salir.
Isabel la observaba con atención, con esa mirada serena que parecía ver más allá de las palabras. No la apuró. Nunca lo hacía. Sabía que Leah hablaría cuando estuviera lista.
—Abuela… —comenzó Leah al fin, con la voz suave, casi temblorosa.
Isabel giró levemente el cuerpo hacia ella, dejando las agujas de tejer a un lado, entregándole toda su atención.
—Dime, querida.
Leah respiró hondo. Se llevó una mano al vientre de forma instintiva, como si buscara anclarse a algo firme antes de continuar.
—Yo… estoy feliz.