El sonido del cierre de la puerta fue lo único que acompañó a Leah cuando entró en su habitación. Sus pasos eran lentos, casi inseguros, como si cada uno la acercara a una realidad que no quería enfrentar.
No encendió las luces. Dejó que la penumbra la envolviera, que el silencio hablara por ella. El reflejo pálido de la luna, filtrado por las cortinas, era suficiente para guiarla hasta el baño.
El aire estaba denso, tibio, y en cuanto abrió la ducha, el vapor comenzó a llenar el espacio. Leah se quedó unos segundos frente al espejo, contemplando su propio reflejo empañado. Sus mejillas aún conservaban rastros del rubor, sus labios… la marca invisible de los besos que no podía borrar ni con mil excusas.
Se quitó lentamente la ropa, cada prenda cayendo con un susurro en el suelo. Al entrar en la ducha, las gotas de agua la recibieron con un escalofrío. Cerró los ojos y dejó que el agua corriera por su rostro, por su cuello, por su cuerpo.
Quería borrar todo.
El temblor de sus manos.