La madrugada se deslizaba lentamente por la habitación, como una caricia suave que aún no se atrevía a interrumpir del todo el silencio. Afuera, más allá del vidrio empañado por el contraste entre el aire tibio del interior y el respiro fresco del amanecer, el mar se movía con un ritmo profundo, constante. Las olas, en su vaivén interminable, parecían susurrar algo a quien quisiera escucharlas; un mensaje antiguo, un secreto compartido solamente con quienes despiertan en los márgenes del mundo, cuando la noche todavía se aferra a sus últimos minutos.
La ventana se había convertido en un cuadro vivo. La luz azulada de la madrugada, casi líquida, se extendía sobre el agua y entraba en la habitación como un reflejo tembloroso. Esa claridad naciente viajaba por los muebles, acariciaba las esquinas y finalmente llegaba a la cama, donde el tiempo se había detenido.
Leah dormía boca arriba, con el rostro vuelto ligeramente hacia Kevin. Su piel desnuda apenas iluminada por la luz de la luna,