El vehículo fue puesto en marcha. Kevin no pronunció una sola palabra más, pero Leah ya sabía que su marido jamás pondría en riesgo sus negocios. No le quedaba otra opción que cooperar con él. Si esto fracasaba, sus padres la enviarían a Francia, y aquello no estaba en sus planes.
Hizo una mueca al sentir los pequeños pinchazos de sus heridas. Kevin lo notó de inmediato.
—Diremos que te has caído —anunció con tono práctico—. Pero también diremos que estuve pendiente de ti.
—Estás exagerando con tu nivel de cinismo —replicó Leah sin mirarlo.
—No me importa lo que pienses de mí —contestó él con frialdad, mientras el vehículo se adentraba en los extensos terrenos de la familia Presley.
Leah no pudo evitar sonreír. Extrañaba su casa. Tal vez no sería tan mala idea volver allí de vez en cuando. Desde el balcón, su padre observaba el auto que se detenía frente a la entrada. El guardaespaldas abrió la puerta para que Leah descendiera.
Leandro Presley, de pie junto a los ventanales, pre