David
Ámbar, Ada, Daniel. Esos tres nombres se repiten en bucle, causándome angustia en medio de la intermitente oscuridad y luz que asoman por mis ojos. Solo tengo conciencia de que estaba en mi auto, y de repente me encuentro rodeado por tantas personas que resulta abrumador. Algunas me pasan lámparas por los ojos, causándome dolor, mientras que otras trabajan en mis piernas, provocándome un deseo de enorme de matarlos.
Si sobreviví, voy a quedar como un vegetal como mínimo. No hay manera de que pueda volver a caminar cuando esto duele como una puta mierda.
—Pobre tipo, ese cuello tardará en sanar —comenta alguien.
—Ya basta —lo regaña una mujer, cuya voz me parece ligeramente conocida—. Él se pondrá bien, aunque fue mala suerte que la bolsa de aire no se activara. Debería demandar a la agencia.
—Esos autos son tan costosos y tan inseguros —resopla su compañero—. Menos mal que no nací siendo millonario.
—No sé si estoy agradecida de no serlo, pero sin duda nadie se salva de un