Zahar…
No hubo ruido después del portazo ni respiración contenida, solo un silencio espeso y voraz, un silencio que se metía por las grietas de la habitación y por las de mi pecho.
Me quedé de pie como una estatua frente a la cama, con los puños tan apretados que sentía las uñas clavándose en mi carne. No podía moverme, no todavía; si lo hacía, el temblor saldría por mis piernas y la arrastraría al suelo.
Kereem se había ido y yo lo había echado.
No podía llorar en ese primer instante. Estaba tan llena de rabia y de vacío que parecía imposible hacer algo tan humano como llorar.
Me solté el cabello con manos torpes, como si eso pudiera devolverle algo de control, y finalmente, cuando el eco de los pasos de Kereem se extinguió por completo, caí de rodillas.
El llanto no vino en sollozos suaves, vino como un rugido contenido, desgarrado.
Me cubrí la boca con ambas manos para no gritar, pero los gemidos escaparon igual, como un animal herido en lo más hondo de mi alma.
Esa noche no dormí,