Kereem…
El reloj marcaba una hora indecente para estas reuniones, pero yo seguía ahí, sentado frente a Eduardo, con los nudillos golpeando ligeramente la mesa, midiendo el pulso del ambiente. Habíamos hablado lo suficiente como para saber que la noche aún no terminaba, y que lo peor estaba por venir.
El eco de la mansión era casi molesto en su silencio, y entonces, el sonido de un auto entrando rompió la calma. Los pasos rápidos de alguien acostumbrado a no ser citado a estas horas resonaron hasta la puerta y cuando se abrió, lo vi entrar:
Venía con el ceño fruncido, la corbata floja, y esa sonrisa torcida que no lograba disimular el disgusto. Su mirada se fijó en mí, y apenas cruzó el umbral, dejó escapar un resoplido cargado de ironía.
—Claro… ¿Por qué no lo imaginé? —murmuró con burla—. Solo a ti se te ocurre montar una escena de poder a estas horas.
Le sostuve la mirada, sereno.
—Porque todavía te falta un poco de experiencia, Víctor —respondí con tono seco.
Sus ojos se afil