Luego de sentir tal humillación, mi mente simplemente bloqueó todo. Mi disociación no permitía que me lastimara; para mí es un superpoder.
La humillación y el dolor de lo que dijo Alejandro me clavaron fuerte; no por lo que dijo, sino porque ya nunca tendría una noche de bodas como siempre la soñé. Pero no le di importancia. Esos sentimientos se mezclaron en mi interior hasta formar una esfera; una esfera que solo podía pensar en hacer sufrir a Alejandro. Tal vez era una meta infantil, pero las ganas me carcomían por dentro. No podía dejar de pensar en el momento exacto en el que borraría esa expresión fría de su rostro y la transformaría en alguien que me suplicara. Demasiado bueno para llegar a ser verdad. ¿Cómo se suponía que le cambiaría esa expresión de su rostro? Imposible. Me quedé dormida mientras sobrepensaba todo. Desperté a la mañana siguiente y un grupo de sirvientas me vistió con un traje elegante; el hotel me envió el desayuno. —Señorita... —dijo una de ellas. Levanté la vista hacia ella para prestarle atención. —Señorita, la familia Montenegro solicita que usted y el señor Alejandro los visiten para almorzar junto con sus padres. —Está bien —respondí mientras terminaba de desayunar. Me alisté, me puse un lindo vestido rojo a juego con unos tacones del mismo color. Bajé y me monté al carro. El trayecto no fue tan largo. No vi a Alejandro desde la noche anterior y preferiría no verlo. Llegué a la mansión. Las sirvientas me dirigieron hasta la entrada del comedor. Sus miradas frías me hicieron sentir que no pertenecía a ese lugar y que no les agradaba mi presencia. Mientras abrían la puerta, esperaba no encontrarme con Alejandro ahí, aunque probablemente lo estaría. Milagrosamente, no había llegado. La vida a veces está de tu lado... muy pocas veces, pero a veces. Avancé con cuidado. Los tacones rojos que llevaba eran demasiado altos para mí, pero tan hermosos que no me importó el dolor. Me senté a la mesa, organizada perfectamente; mientras iban trayendo uno a uno los platillos preparados por un chef. Pasaron varios minutos y Alejandro no aparecía por ninguna parte, y su madre me miraba como si yo fuera un bicho raro. —Disculpe la molestia, Alejandro no ha venido todavía —dijo el señor Montenegro. —No se preocupe, señor, lo esperamos con todo gusto —contestó mi padre, con esa amabilidad que tanto lo delataba. Esperamos algunos minutos más y nada. Seguidamente, timbró el celular del señor Josué, el CEO de los Montenegro. Contestó en voz baja. Era Alejandro. Yo seguía comiendo tranquilamente y debo admitir que el platillo delante mío era una maravilla. El CEO cortó la llamada, guardó su celular y, por fin, anunció lo que muy probablemente ya me esperaba: —Alejandro no puede asistir hoy. Está muy ocupado con el trabajo y tiene una reunión importante. Antes de que siquiera pudiera abrir la boca, mis padres se adelantaron: —Que no hay problema, en otra ocasión será —dijeron como si nada. Y sí, Alejandro y yo ya éramos esposos, seguramente habría muchas comidas más adelante. Sentía que varias personas me observaban. No sé por qué, pero se estaba volviendo incómodo, como si no me quisieran allí. Y no los culpo: soy una intrusa, y lo sé. Me levanté con la excusa de usar el baño. Como era de esperarse, me perdí en aquella mansión tan grande. “Derecha, derecha, izquierda y al fondo”, tenía que seguir esas indicaciones, pero ya no sabía ni dónde estaba parada. Al cabo de algunos minutos, encontré una puerta color rojo vino, elegante y discreta. Por fin, los baños. Hice lo que tenía que hacer, me lavé las manos y me retoqué un poco el gloss y el rímel. Acomodé mi bolso y salí. De regreso, una puerta entreabierta captó mi atención. Sus acabados dorados brillaban bajo la luz. Me asomé por curiosidad y descubrí una especie de jardín interior, muy lindo, donde unas cuantas sirvientas regaban las flores. Me quedé contemplando aquellas flores, perdida en su belleza. La floristería es algo que realmente me apasiona. Entonces, de repente, escuché algo que no debería haber escuchado. —¿Viste a esa don nadie que se acaba de meter a la mansión? —Sí, se casó con Alejandro. —No tiene vergüenza... ¿acaso no sabe...? Esas últimas palabras me dejaron completamente helada. ¿Cómo era posible? “¿Acaso no sabe que Alejandro ama a otra mujer... y no a ella?”