Las últimas palabras de Alejandro hicieron que mi sangre hirviera. No respondí, aunque por dentro ardía. Conozco su carácter, igual de insoportable que el mío, así que tampoco me sorprendió. Lo miré con una sonrisa arrogante y susurré: —¿Quién, en su sano juicio, se enamoraría de ti? Usa un poco la cabeza que tienes, idiota.Aparté la vista, esperando que me ignorara como siempre. Pero, cuando volví a mirarlo, lo único que encontré fueron sus ojos negros, fríos y vacíos.Rodé los ojos, crucé los brazos y giré la cara hacia otro lado, mientras Alejandro —el heredero de la familia Montenegro— se levantaba del sofá con una elegancia calculada. Caminó hacia donde su padre lo esperaba para firmar aquellos papeles que no significaban nada para él… Ni tampoco para mí. Lo observé mientras estampaba su firma sin mostrar emoción alguna. Y no sé por qué, pero en lo más profundo de mí algo me molestaba de esa indiferencia.Cuando terminó, salió de la sala sin siquiera mirarme. Lo siguieron
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