La habitación de Ivanka era una burbuja de penumbra acogedora, alejada del frío petersburgués y las tramas de sangre que se tejían en la oscuridad.
Gianni yacía recostado contra ella, su cabeza pesada sobre su regazo, sus músculos, por una vez, no estaban tensos, sino relajados bajo el suave trazo de sus dedos en su cabello oscuro.
Hablaban de cosas sin peso: la absurda escultura de hielo en el jardín, la forma caprichosa de una nube que Ivanka juró haber visto desde la ventana al atardecer. Era un susurro cómplice, un respiro robado al abismo.
Entonces, Ivanka detuvo el movimiento de sus dedos. Con una suavidad que hizo que Gianni abriera ligeramente los ojos, le acarició la mejilla, la línea de la mandíbula, con la yema de sus dedos, con una reverencia que no era posesiva, sino exploratoria. Gianni frunció el ceño, una confusión nublando por un instante su mirada verde.
Ella sonrió, un destello de luz en la penumbra, y se inclinó hacia él. Sus rostros estaban a un suspiro de distanc