La sala de reuniones de la DIGE olía a desinfectante, miedo y fracaso recién horneado.
La explosión había dejado cicatrices visibles: cables colgando, paneles de yeso desprendidos, y un agujero monstruoso en la pared de la celda de máxima seguridad que aspiraba el aire frío de la noche como una herida abierta. En medio del caos controlado, dos fuerzas de la naturaleza chocaban.
Viktor Volkov, el Pakhan, permanecía inmóvil, cruzado de brazos. Su traje italiano, impecable y oscuro como el ala de un cuervo, contrastaba brutalmente con el entorno destrozado.
Su mirada, glaciar, recorría el boquete humeante antes de posarse, lentamente, en Susana Corlys. La capitana de la DIGE estaba erguida, su uniforme tácticamente perfecto, pero una fina capa de polvo cubría sus hombros y su rostro, normalmente imperturbable, mostraba líneas de tensión alrededor de la boca apretada y los ojos, donde el miedo luchaba por no asomar bajo la fachada de autoridad.
— ...y antes de que pudiéramos reagruparnos