Juegos de Mentiras: Seduciendo al Tío de mi Ex
Juegos de Mentiras: Seduciendo al Tío de mi Ex
Por: D. Meiler
1: La Sombra de un Heredero

Nunca pensé que un cementerio pudiera oler tanto a dinero.

A poder.

A hipocresía.

El funeral del abuelo Hendrix —el abuelo de Damian, no mío— tenía esa atmósfera espesa que te hace sentir fuera de lugar, y no es para menos, a esta familia jamás le gusté. Yo solo estaba ahí porque Damian me lo pidió, y porque verlo tan tenso desde la mañana me encogía algo dentro del pecho. A pesar de eso yo sabía que no era bienvenida allí. Así que solo me repetía internamente: “Estate quieta. Observa. Para ellos solo eres parte del decorado.”

La familia Hendrix parecía una pintura antigua: perfectamente acomodados, perfectamente fríos, perfectamente rotos. Si las miradas cortaran, ya habría habido otro entierro ese día.

El padre de Damian, Aldrick, se mantenía erguido junto al féretro como si él mismo fuera parte del mármol de la tumba. No lloraba. Creo que ni sabía cómo hacerlo.

El sacerdote comenzó a hablar y yo intenté enfocarme en la ceremonia, pero entonces un ruido de motor rompió el silencio del cementerio. Todos levantaron la cabeza al mismo tiempo. Yo también.

Un auto negro, enorme, impecable, llegó despacio, se detuvo a lo lejos, en el camino de grava que bordeaba el cementerio. No se abrió ninguna puerta, nadie salió. Detrás, dos furgonetas negras, impenetrables, se estacionaron como guardianes sombríos. Los vidrios estaban tan polarizados que no se podía adivinar ni una sombra dentro.

Una quietud extraña, más profunda que el respeto por los muertos, cayó sobre nosotros.

—¿Quién…? —pregunté sin terminar la frase.

Damian siguió mi mirada. El cambio en su expresión fue inmediato. Sus ojos se endurecieron, la mandíbula se tensó.

—Él —dijo con un desprecio cargado de veneno—. Gael.

—¿Gael?

Damian soltó un resoplido casi burlón.

—El hermano menor de mi padre. El prodigio. O el paria, depende de a quién le preguntes.

Mis ojos volvieron al coche, intentando penetrar el cristal oscuro. Mi estómago se cerró. No sabía por qué, pero juraría que había visto ese coche en aquel callejón de años atrás… El mismo donde, Damian me había salvado.

El mismo que yo había evitado recordar desde entonces porque me hacía temblar.

—¿Y por qué no se baja? —pregunté, tragando saliva.

—Porque no quiere —dijo Damian con un tono cargado de un rencor que helaba más que la lluvia —. Es un egocéntrico de m****a. Cree que el mundo se detiene a su antojo. Y en este caso, tiene razón —Hizo una pausa, acercando sus labios a mi oído para susurrar —. Sus negocios no se limitan a la cartera de inversiones. Hasta dónde sabemos, se dice está ligado a la mafia. Hasta el cuello.

Mafia. La palabra resonó en mi interior, creando un eco de miedo y una curiosidad prohibida. ¿Qué clase de hombre ni siquiera se acerca al funeral de su padre?

Cuando el ataúd descendió, todos guardaron silencio. No se escuchó ni un solo lamento, ni un solo quejido. El patriarca de la familia Hendrix se volvía uno con la tierra y nadie pareció lamentarlo.

Mientras el cementerio empezaba a vaciarse como si la lluvia fina se llevara a la gente. Los autos encienden motores, las puertas se cierran, las voces se vuelven murmullos lejanos. Yo me quedo quieta, con los dedos helados alrededor del paraguas que ya no sé ni por qué sostengo.

Damian se está despidiendo de unos primos—dos minutos, dijo—mientras yo espero, intentando que el aire no me duela tanto al entrar.

De repente siento una presencia a mis espaldad. Me volteo esperando ver a Damian, pero en su lugar un hombre se acerca, hasta quedar frente a mí, lleva el abrigo negro abierto y las manos en los bolsillos. El viento le despeina un poco el cabello oscuro, pero tiene un aire… distante. Elegante. Inaccesible.

Enseguida me doy cuenta de que debe ser Gael, el tío que tanto Damian detesta. El ambiente parece tenso entre nosotros dos. Así que trato de decir algo:

—Lamento su pérdida —digo y él asiente con la cabeza.

—Gracias —responde con tono algo extraño.

Sus ojos, oscuros y tranquilos, bajan un segundo hacia mis manos que tiemblan, luego regresan a mi rostro.

—No pareces bien —murmura.

—Fue… un día largo.

—Ha sido un día duro para todos —responde, pero su mirada permanece en mí un segundo más del necesario.

Siento que él espera algo. O que sabe algo. Y al mismo tiempo… que no va a decirlo.

—¿Conocías a mi padre? —pregunta él y asiento. Quiero decirle que aunque no éramos cercanos, lo conozco por Damian, pero no me da tiempo. Desde el auto donde vino lo llaman con urgencia.

—Cuídate, Viatrix —dice antes de irse, pero lo dice con una seguridad como si supiera que no lo hago.

Me sobresalto un poco, no recuerdo haberle dicho mi nombre.

---

La lectura del testamento se hizo el mismo día, algo que me sorprendió solamente a mí. Al parecer todos estaban bastante desesperados por saber cómo sería la repartición de bienes. Supongo que así funciona con ellos. Yo solo soy una simple camarera de un café, jamás sabré lo que es tener tanto dinero.

Mientras la familia se agrupaba, escuché varios murmullos llenos de indignación.

"—...una vergüenza, ni siquiera bajó del coche..."

"—...siempre fue un inestable, Hendrix lo malcrió..."

"—...¿en qué estaba pensando?..."

Cuando él abogado llegó, yo me senté a un lado, junto a Damian, sintiendo cómo su respiración se volvía cada vez más errática.

El abogado abrió una carpeta delgada, suspiró y comenzó a leer.

La primera parte del testamento fue una letanía de desaires calculados. Legados menores para los primos, donaciones simbólicas a instituciones, joyas para las nietas. Con cada palabra, la tensión crecía. Damian, a mi lado, estaba hecho de piedra, como esperando la mención de su nombre.

Luego, el abogado hizo una pausa, ajustándose las gafas. Y dijo las palabras que partieron la habitación en dos.

—Y por último, nombro como único y universal heredero de la totalidad de mi fortuna, propiedades, participaciones empresariales y bienes de inmuebles, a mi hijo, Gael Alexander Hendrix. Que sea él quien lleve nuestro legado a la grandeza que el resto de ustedes nunca supieron, o quisieron, alcanzar.

El mundo se detuvo.

Por un segundo, nadie respiró.

Luego, la sala estalló.

La madre de Damian se llevó las manos a la boca. Uno de los tíos golpeó la mesa. Otro lanzó una maldición hirviente. El padre de Damian, rígido como siempre, tenía los ojos fijos en la pared como si intentara no romper algo… o a alguien.

Damian se levantó de golpe.

—¡¿Qué clase de chiste es este?!

El abogado no pestañeó.

—La decisión es final.

Damian estaba rojo, furioso, respirando como si hubiera corrido una maratón. Yo intenté tocarle el brazo, pero lo apartó bruscamente, perdido en su propia tormenta.

Nunca había visto a Damian así. Lo tomé del brazo para apartarlo de la multitud que seguía discutiendo, pero apenas llegamos a un rincón del salón, él se soltó con un gesto brusco que me hizo retroceder un paso.

—Damian… —susurré, intentando tocarle el antebrazo otra vez.

—¡No me toques ahora, Viatrix! —gruñó, como una bestia herida que no distingue a quién muerde.

Me quedé quieta. Nunca le había oído ese tono. No hacia mí.

Respiraba rápido, los ojos rojos no de llanto, sino de furia. Parecía al borde de romper algo… o romperse él.

—Ese hijo de puta… —escupió, mirando al vacío, como si la rabia lo cegara—. ¿Sabes lo que va a pasar ahora? ¿Lo entiendes? Ese desgraciado va a hundirlo todo. Todo. ¡Mi familia se va a ir a la m****a por su culpa!

—Damian, respira. No digas eso. No sabemos qué va a pasar aún.

—¿Que no sabemos? —Se rió sin humor, casi temblando—. Ese cabrón está metido en negocios turbios, ¿sabes? Con gente con la que nadie en su sano juicio se metería. ¿Y tú quieres que me calme?

Me quedé helada.

—Damian, no es justo decir todo eso sin pensar… —intenté de nuevo.

Él se giró hacia mí de golpe, tan rápido que di un paso atrás.

—¿Tú estás de su lado ahora? —sus ojos se estrecharon, oscuros, peligrosos—. ¿O qué? Porque ví como te miró durante el funeral.

Me dolió. No las palabras, sino la forma en que las dijo. Con odio. Con sospecha. Como si yo fuera parte del enemigo.

—Claro que no —murmuré, ofendida—. Solo digo que estás alterado. Que estás sufriendo. Y que hablar así no te ayuda.

Damian apretó los puños, respirando como si el aire lo quemara.

—No, Viatrix. Lo que no ayuda es que nadie entienda que ese bastardo siempre quiso destruirnos. Siempre. Y mi abuelo… mi abuelo cayó en su juego. Viejo senil influenciable…

La frase cayó como un golpe seco.

Yo lo miré… y juro que por un segundo dejé de reconocerlo.

Ese hombre que hablaba con tanta crueldad, tanta arrogancia, tanta ingratitud…

No era el Damian con el que había pasado un año entero. No era el hombre que me salvó de ser asesinada en un callejón.

Este… era otro.

Un extraño.

En ese momento, Aldrick —su padre— apareció a unos metros, rígido como un soldado.

—Basta —dijo con voz dura, cortante—. Haz el ridículo en otro momento. Hoy ya hemos perdido suficiente.

Damian se giró hacia él con una mueca torcida.

—¿Ridículo? ¿Te parece ridículo que ese… ese delincuente se haya quedado con todo? —escupió las palabras.

—Nada de esto debería haber pasado —dijo con una calma que helaba la sangre—. Tu abuelo estaba viejo, desorientado y rodeado de gente con malas intenciones. Es obvio que alguien lo manipuló. Ese testamento es una ofensa… y una provocación.

No lo decía como un hombre dolido por un padre muerto, sino como alguien que había perdido una propiedad valiosa, un bien personal, una pieza del rompecabezas de poder que creía garantizada por derecho divino.

—Gael nunca debió volver a meterse en los asuntos de esta familia —continuó Aldrick, con una dureza fría, seca—. Y mucho menos quedarse con lo que me corresponde.

Damian apretó los dientes, y esa chispa de rabia que ardía en él se avivó aún más por la postura de su padre. No lo calmó: lo alimentó.

—¡Eso mismo le estoy diciendo a todos! ¡Pero nadie escucha! —gritó Damian.

El padre lo observó con una expresión de leve impaciencia, como si estuviera disgustado por la manera en la que su hijo perdía el control… no por lo que estaba sintiendo.

—Contrólate —le dijo—. La familia Hendrix no llora pérdidas, las recupera.

Esa frase dejó un peso extraño en el aire. Había una promesa ahí. Una amenaza también.

Y en ningún momento, ni uno solo, pareció dolerle la muerte del abuelo.

Solo la derrota.

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