El bolígrafo temblaba entre sus dedos. No por nervios de emoción, sino por una punzada sorda en el estómago.
De esas que una mujer aprende a no ignorar.
La sala de reuniones de la cadena estética brillaba con luces blancas, frías, como de hospital. El logo de la empresa adornaba el vidrio con un diseño elegante y aséptico. Y en el centro de la mesa de mármol, una carpeta esperaba: 34 páginas de letras finas y promesas en negrita.
Era el sueño, ¿no?
Expandirse.
Aitana Nails, franquicia oficial.
Cinco sucursales en seis meses.
Campañas con influencers.
Un respaldo comercial.
Y, sin embargo, algo no encajaba.
-¿Hay algún problema con el contrato? -preguntó el abogado de la cadena, muy sonriente, como si ya supiera que ella firmaría. Como si estuviera acostumbrado a ver a mujeres agradecidas firmando sin mirar demasiado.
Aitana ojeó las últimas páginas por tercera vez. Había pasado noches sin dormir revisando cada cláusula. Pero ahora, sentada frente a ellos, algo la apretaba en el pecho.