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Capítulo 3: “¿Sueño o realidad”

El apartamento de Clara, su hermana mayor, era una mezcla de misticismo y caos. Velas a medio consumir, cortinas de terciopelo morado, cristales colgando de las lámparas y el aroma persistente del sándalo llenaban el aire. Se había mudado hacía solo una semana y aún había cajas sin abrir.

Clara le abrió la puerta en pijama, descalza y con una sonrisa suave, esa que solo una hermana sabe dar cuando ve que estás hecha pedazos.

—Ay, Emma… —la abrazó sin hacer preguntas—. Pasá, mi amor, estás empapada.

Emma se dejó caer en sus brazos como si fuera una niña otra vez. Temblaba. No sabía si era por el frío, la tristeza, o ambas cosas al mismo tiempo.

La noche transcurrió en la cocina. Clara le preparó té con canela y la sentó envuelta en una manta. Emma no podía hablar al principio, pero finalmente, entre sorbos y respiraciones cortadas, murmuró:

—Lo vi. A Iván. Con Rosmery. En su apartamento… en el sofá.

Clara no dijo nada de inmediato. Solo tomó su mano y apretó fuerte.

—Y pensar que me daba miedo que lo perdiera por no acostarme con él… —continuó Emma, con la voz rasgada—. Pero no lo perdí. Nunca fue mío. Él… me humilló, Clara. Se rió de mí.

Clara se levantó y la abrazó desde atrás, apoyando su mentón en su cabeza mojada.

—Tu no perdiste nada, Emmita. Ellos perdieron la oportunidad de tener a una mujer de verdad en su vida. Eres luz, aunque hoy no lo creas.

El silencio que siguió fue como una tregua sagrada. Emma no lloró más. Solo se dejó sostener.

Más tarde, cuando se fueron a dormir, Clara le cedió su cama y se acomodó en el sofá.

—Perdón por el desorden —dijo, señalando unas cajas apiladas en una esquina—. Me las mandaron unas brujitas amigas de Pensilvania. Libros raros, cosas viejas. Un día de estos los ordeno. Si te aburres, puedes curiosear, pero capaz te asustas —bromeó, apagando la luz.

Emma se acomodó en la cama con una vieja camiseta prestada y sábanas que olían a lavanda. Pero el sueño no llegaba.

Las lágrimas regresaron en silencio, escondidas bajo la manta. Sollozó muy bajito, abrazando la almohada, intentando no hacer ruido.

Y fue entonces cuando la vio.

Una de las cajas estaba entreabierta.

La luz tenue de la lámpara filtraba justo sobre una portada negra, gastada, con letras rojas que parecían dibujadas a mano:

“Invocaciones y Pactos del Deseo: Entidades de las Sombras Carnales”

Emma se incorporó. Sintió algo extraño en el pecho. Tal vez morbo, tal vez una distracción.

Se acercó y sacó el libro con cuidado. Las páginas eran amarillentas, con ilustraciones y símbolos extraños.

Uno de ellos estaba marcado con un listón rojo.

Íncubos: Demonios del placer carnal, eternamente hambrientos de alma y carne humana. Si se les llama, vendrán. Y si aceptan el pacto, no hay vuelta atrás.

Emma soltó una risa amarga.

—Por favor… —murmuró, cerrando el libro—. Lo último que necesito ahora es otro hombre con hambre.

Lo empujó hacia la caja y volvió a meterse en la cama.

Durmió con dificultad, entre sueños revueltos y frases que no recordaba al despertar.

[…]

El aroma a café recién hecho la sacó de ese sueño denso, como de barro. Emma parpadeó un par de veces antes de recordar dónde estaba: la cama de Clara, los cristales colgantes tintineando suavemente con la brisa de la mañana, y una leve punzada en el pecho que le recordaba lo vivido la noche anterior.

Se sentó con lentitud, el cabello alborotado, los ojos aún hinchados. Al abrir la puerta del cuarto, encontró a Clara en la cocina, cantando bajito una canción de Fleetwood Mac mientras untaba mantequilla en el pan.

—Buenos días, dormilona —dijo con una sonrisa, sin mirarla demasiado para no incomodarla—. Te preparé algo suave. Tienes cara de necesitar mimos y azúcar.

Emma se dejó caer en una de las sillas de madera, mirando la mesa: tostadas calientes, fruta picada, café con leche, y un platito de miel.

—Gracias… —murmuró, tomando la taza entre las manos como si quisiera absorber calor directo al alma.

Clara se sentó frente a ella, cruzando las piernas en el asiento.

—¿Cómo dormiste?

Emma hizo una mueca, encogiéndose de hombros.

—Me desperté varias veces. Soñé con... no sé. Voces, imágenes raras. Creo que mi cerebro está buscando formas de torturarme.

Clara estiró la mano y le acarició los nudillos con ternura.

—A veces el dolor necesita hablar en símbolos cuando las palabras ya no alcanzan. No le tengas miedo a lo que sientes, Emmy. Pero no lo encierres. Sacalo. Escríbelo. Píntalo. Grítalo si quieres. Pero no te lo tragues.

Emma sonrió con tristeza. Una lágrima se le escapó sin permiso.

—Me siento tan tonta… por haber creído que me amaba.

—No eres tonta. Fuiste valiente. Te abriste a alguien. El error fue de él, por no estar a tu altura.

Clara se levantó, fue al cuarto, y volvió con una blusa de satén negra con escote cuadrado y mangas largas ceñidas.

—Pruebate esto hoy. Te va a quedar de infarto.

Emma frunció el ceño.

—¿No es muy... provocadora?

—¿Y qué tiene de malo provocar? —le guiñó un ojo—. A veces mostrar un poco de fuego por fuera ayuda a despertar el que tienes adentro.

Emma tomó la blusa con cierta timidez, deslizando los dedos por la tela suave.

—No sé si me queda…

—Te queda. Te va a quedar divina. Y si ese idiota no pudo ver el volcán que eres, es su problema.

Ambas rieron, por fin. Unas carcajadas suaves, sinceras, que hicieron que el aire se sintiera menos denso.

Clara se acercó una vez más, apoyó su frente en la de Emma y susurró:

—Eres más fuerte de lo que crees. Y mucho más hermosa de lo que sabes.

Emma tragó saliva, cerró los ojos por un instante y se permitió creerle.

La mañana siguió tranquila. Compartieron el desayuno entre comentarios sobre el trabajo, chismes sobre familiares lejanos y algún recuerdo de infancia. Clara le prestó un par de pendientes pequeños, y antes de irse, le dibujó una estrellita en la muñeca con tinta negra.

—Un hechizo mío —dijo, con voz teatral—. Protección y deseo. Solo se activa si vos lo crees.

Emma no creía en esas cosas.

Pero ese día, necesitaba creer en algo.

Se fue a trabajar con la blusa nueva, los pendientes brillando al sol, y la estrellita en la muñeca.

[…]

En la galería, Emma se sumergió en sus tareas como un mecanismo automático.

Organizó las nuevas piezas, preparó etiquetas, guió a dos turistas por una exhibición de arte contemporáneo. Sus compañeros la felicitaron otra vez por su reciente ascenso.

Parecía un día normal.

La cerradura hizo clic y Emma empujó suavemente la puerta de su apartamento. El silencio la recibió con la misma frialdad con la que Iván la había dejado bajo la lluvia. Dejó su bolso sobre la mesita de entrada, colgó la chaqueta empapada por la llovizna persistente y encendió las luces.

Todo parecía igual.

Pero algo se sentía… fuera de lugar.

Suspiró. Se quitó los zapatos en la entrada y caminó descalza hasta su habitación. Entonces se detuvo en seco.

Allí estaba.

El libro.

Sobre su cama, abierto, reposando sobre las sábanas como si alguien lo hubiera colocado cuidadosamente.

Emma se quedó quieta, la respiración suspendida. Lo había dejado en el departamento de Clara. Ella no lo había traído.

Parpadeó varias veces y caminó con cautela hacia el libro. Lo tomó entre sus manos, reconociendo la textura de la cubierta de cuero envejecido, la tinta desvaída de los símbolos.

La página abierta estaba marcada por una pluma negra, colocada exactamente donde había leído la noche anterior: el capítulo de los íncubos.

Frunció el ceño. Agarró su teléfono y llamó.

—¿Hola? —respondió Clara con voz algo adormilada.

—Clara… ¿De casualidad me metiste uno de tus libros a la cartera?

—¿Libro?... – respondió todavía adormitada – No te metí nada a tu cartera. ¿Por qué?

—Creo que tengo uno de tus libros raros, estaba en una caja de tu cuarto.

—¿Y qué pasa con él?

Emma tragó saliva.

—Está en mi cama. Aquí. En mi apartamento. Y yo no lo traje.

Hubo un breve silencio en la línea.

—¿Estás segura de que no lo agarraste sin darte cuenta? Capaz lo metiste en el bolso entre el apuro… Estabas apresurada porque se te hizo tarde.

—No lo creo, lo deje en la caja de nuevo.

—¿Te molesta? ¿Quieres que lo recoja mañana?

—No… no, está bien. Solo… me asustó un poco. Seguro tiene una explicación tonta. Estoy cansada —dijo Emma, con la voz más baja de lo que hubiera querido.

—Bueno, si sientes algo raro, me llamás. No te duermas con eso ahí.

—No lo haré.

Colgó. Respiró hondo. Sacudió la cabeza, como si pudiera espantar la incomodidad.

—Ridículo —murmuró.

Se desabrochó la blusa, dejó caer la falda y caminó en ropa interior hasta el baño. El vapor de la ducha caliente empañó el espejo al instante. Se miró de reojo. Ojeras, el delineador corrido, el cuerpo tenso. Y, sin embargo, bajo todo ese agotamiento, había algo distinto en ella. Algo que no sabía nombrar aún.

Mientras el agua recorría su piel desnuda, cerró los ojos. No podía dejar de pensar en Iván, en Rosmery, en el vacío en su pecho… y ahora ese maldito libro. Le dolía todo, pero también había algo latiendo, algo nuevo. Una rabia sorda mezclada con una ansiedad eléctrica. Como si algo estuviera… observando.

Desde el rincón más oscuro del pasillo, una sombra sin forma pareció agitarse por un instante.

Pero Emma no lo notó.

Cuando salió de la ducha, envuelta en la toalla, con el cabello mojado pegado al cuello, volvió a entrar a su habitación.

Y el libro… estaba otra vez abierto.

Emma retrocedió un paso. Su aliento se aceleró.

—¿Qué…?

El libro estaba más abierto que antes. Las páginas parecían inflarse solas, expuestas en un capítulo nuevo:

Ritual de Llamado: Pactum Luxuria.

El demonio del deseo acude a quien lo nombra.

Debe recitarse con voz clara. Debe desearse con el cuerpo.

Debe hacerse desde la entrega o desde la herida.

Él oirá si hay fuego en la carne.”

Emma soltó una risa baja, incrédula. El miedo inicial empezaba a mezclarse con algo más: fastidio, ironía… curiosidad.

—¿Esto es alguna broma? —dijo en voz alta, mirando a su alrededor.

Silencio.

—¿Hola? ¿Hay alguien aquí queriendo asustarme?

Nada. Sólo el susurro del viento contra las ventanas.

Emma se acercó al libro, lo miró de frente. Era una locura, sí. Pero algo dentro de ella —un impulso nuevo, una chispa ahogada por años de obediencia, de represión, de miedo— se encendió.

—Perfecto. Vamos a jugar entonces —murmuró.

Se sentó en la cama, dejó caer la toalla con indiferencia y leyó:

“Da mihi voluntatem tuam, daemon luxuriae.

Aperi portam inter mundos.

Veni ad corpus meum, ut incendium et tenebrae.”

El cuarto se mantuvo en silencio.

Ni luces parpadeando.

Ni puertas que crujieran.

Ni nada.

Emma esperó unos segundos. Luego bufó, decepcionada.

—Obviamente no pasó nada. Ridículo.

Cerró el libro con un golpe seco y se recostó en la cama, aún desnuda, el cabello húmedo dejando huellas en la almohada.

De repente el sueño la invadió de manera repentina, sentía el cuerpo tan pesado que ni siquiera le daban ganas de ponerse pijama, simplemente tomó las sabanas de su cama y su cubrió la mitad de su cuerpo desnudo.

Mientras cerraba los ojos, sin saberlo, una sombra densa como humo se deslizaba por debajo de su cama, aferrándose a cada centímetro de su esencia.

Porque, aunque Emma no lo supiera…Él ya había llegado.

[…]

La habitación estaba en completo silencio.

Solo el sonido pausado del ventilador de techo y el leve murmullo de la ciudad a lo lejos se mezclaban con la respiración tranquila de Emma, profundamente dormida sobre las sábanas desordenadas. Su cuerpo, cubierto apenas por una sábana delgada, se movía apenas con cada inhalación.

Pero la temperatura del aire empezó a cambiar.

No bruscamente, no como un golpe, sino como una presencia que se arrastra en la penumbra: densa, tibia, cargada de deseo.

Una sombra más oscura que la noche se deslizó hasta el borde de su cama. Nadie la vio llegar. Nadie oyó su paso. No necesitaba ser invitada.

Emma gimió suavemente entre sueños. Su respiración se agitó, sus muslos se tensaron.

Algo la rozaba.

No lo entendía del todo, no podía despertarse. Su cuerpo se sentía entumecido, como atrapado en esa zona entre el sueño profundo y la conciencia. Los párpados pesaban, pero su piel reaccionaba como si alguien la tocara con delicadeza y hambre.

Un susurro, suave como un roce de labios, se deslizó por su oído:

—Shh… No temas. Solo sueñas conmigo.

Emma quiso hablar, pero su voz no salía.

Un dedo —firme, cálido— se deslizó desde la base de su cuello, bajando por el centro del pecho, sin apuro, separando la sábana que cubría sus pechos. El aire frío le endureció los pezones al instante.

—Tan suave… —murmuró la voz masculina, grave, envolvente—. Y no tienes idea del deseo que despiertas.

Emma sintió cómo una mano grande, de palma cálida y dedos largos, acariciaba la curva de uno de sus senos, apenas rozando el pezón con la yema del pulgar. Lo hizo una, dos veces… hasta que su espalda se arqueó inconscientemente.

Creía que estaba soñando.

Pero nunca había tenido un sueño así. No tan intenso. No tan real.

La boca del desconocido —de él— descendió hasta su clavícula. Un beso húmedo, ardiente, que dejaba una estela de fuego. Subió al cuello, rozó el lóbulo de su oreja. El aliento masculino la envolvía.

Entonces lo sintió sobre ella, el peso perfectamente dosificado. Su cuerpo desnudo estaba firme, cálido, esculpido, como una estatua de mármol con vida. El contacto piel con piel la dejó sin aliento.

—¿Estás temblando por mí? —susurró él, con voz grave, llena de deseo contenido.

Una mano descendió, explorando su vientre, bajando lentamente… hasta detenerse entre sus muslos.

Ella jadeó. El contacto fue tan suave como una caricia de pluma, pero su cuerpo reaccionó como si la hubieran tocado con electricidad.

—Ya estás húmeda… sin que te haya pedido nada.

Emma gimió, el cuerpo estremeciéndose. No podía moverse. No podía abrir los ojos. Pero lo sentía todo.

La yema de su dedo rozó con precisión ese punto sensible, provocando círculos lentos, estudiados, conocedores. Su respiración se volvió errática.

—Quiero que sepas lo que es el deseo real, Emma. El que se arrastra por la piel. El que no miente. El que no te deja esconderte —dijo él.

Sus labios volvieron a su cuello, succionando apenas, mientras los dedos se deslizaban cada vez más profundamente en su humedad, sin penetrarla, solo rodeando, provocando, enseñándole lo que era ser deseada sin miedo.

Emma quería despertar.

Y al mismo tiempo, no quería hacerlo jamás.

El placer se acumulaba como una ola espesa en su vientre, su cuerpo temblaba, la piel ardía. Estaba perdida en ese “sueño”, dejándose llevar, atrapada entre las sábanas y el deseo de alguien que no conocía.

—La próxima vez… me vas a suplicar —dijo él, con voz grave, oscura, antes de alejarse.

Y entonces, como si el universo recuperara el aliento que había estado conteniendo, Emma despertó.

Empapada en sudor.

Jadeando.

Sola.

El libro, otra vez, estaba sobre la cama, abierto en la misma página.

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