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Capítulo 4: “El nuevo jefe”

Emma se despertó por el sonido de la alarma anunciando la hora de levantarse para otra jornada de trabajo.

El reloj marcaba las 6:00 a.m. y el sol se filtraba sin piedad entre las cortinas. Se sentía extrañamente… pesada, como si no hubiera dormido realmente. A su alrededor, las sábanas estaban revueltas, su piel aún tibia, húmeda, como si algo hubiera quedado inconcluso durante la noche.

Se incorporó lentamente, cubriéndose con la colcha.

El libro seguía allí. Cerrado esta vez. Como si nada hubiera pasado.

—¿Qué fue eso anoche…?

Pasó una mano por su rostro, tratando de ordenar sus pensamientos. Sabía que había tenido un sueño… uno muy vívido, demasiado vívido. Pero la mente puede ser traicionera cuando se mezcla el deseo, la decepción, y el agotamiento.

—Fue solo un sueño —se dijo en voz baja, aunque no tan convencida.

Se levantó. Caminó hasta el baño, con el cuerpo aún algo entumecido y las piernas débiles, como si hubiera corrido durante horas.

El agua caliente comenzó a llenar la ducha, formando vapor en el espejo. El cuerpo de Emma que todavía yacía desnudo entro directamente en la ducha.

El primer contacto del agua sobre su piel fue reconfortante. Cerró los ojos y apoyó la frente contra los azulejos fríos. Por un instante, el vapor, el calor y la memoria del “sueño” se mezclaron de forma confusa.

Y entonces lo sintió de nuevo.

No una presencia.

No una voz.

Sino su propio cuerpo… latiendo.

El roce del agua sobre sus pechos la hizo estremecer. Su piel estaba más sensible, como si la caricia de la noche anterior hubiera dejado huellas. Como si el lugar exacto donde la habían tocado ardiera todavía.

Emma deslizó una mano por su cuello, bajando por su clavícula, y luego más abajo, trazando el camino que “él” había hecho en su sueño. Cada roce era eléctrico, una chispa encendida bajo la piel.

Sus dedos encontraron sus pezones, firmes, tensos, y los acarició suavemente.

Un suspiro escapó de sus labios.

—¿Qué me pasa…?

Nunca se había sentido así. Nunca se había tocado de verdad. Ni siquiera cuando estaba con Iván. Siempre lo evitaba, siempre lo posponía.

Pero ahora…

Deslizó la mano por su abdomen, bajando lentamente entre sus piernas. La respiración se volvió más agitada. Su espalda se apoyó contra la pared, el agua cayendo sobre su pecho.

Se tocó con suavidad, apenas con la yema de los dedos, como tanteando los límites de algo nuevo, algo prohibido. Su cuerpo respondió de inmediato, como si la esperara.

Un gemido suave se le escapó.

Se movió con timidez, descubriendo ritmos que no conocía, que nadie le había enseñado. Pero su cuerpo sabía.

Era como si alguien hubiera despertado un interruptor secreto dentro de ella.

Se mordió el labio. Cerró los ojos. Imaginó el cuerpo que había soñado —ese pecho firme, esas manos grandes, esa voz profunda—. Era su cara lo único que no podía recordar.

Pero el deseo… ese deseo era real.

Emma se estremeció, la ola creciendo dentro de ella, acumulándose en el centro de su cuerpo como una llamarada.

Y cuando alcanzó el clímax, lo hizo en silencio, la frente apoyada en los azulejos, los ojos cerrados, el vapor cubriéndolo todo como una neblina densa y protectora.

Se quedó allí unos segundos, recuperando el aliento.

Luego abrió los ojos, y se miró en el espejo empañado.

Por primera vez en mucho tiempo, no se sintió débil. Ni rota. Ni vacía.

Había un brillo en su mirada que no conocía.

Una pregunta que aún no podía formular, pero que se sentía como un fuego encendido bajo su piel.

[…]

El día en la galería transcurría con aparente normalidad.

Emma se acomodaba aún en su nuevo rol como asistente curatorial. La pequeña oficina blanca, las paredes cubiertas de bocetos y los pasillos adornados con esculturas modernas le resultaban cada vez más familiares. Amaba el olor a barniz, papel y café que siempre flotaba en el aire.

Mientras revisaba el catálogo digital de una exposición próxima, notó un escalofrío bajándole por la nuca.

Se frotó los brazos. Era verano, pero el ambiente de pronto parecía más frío.

—¿El aire acondicionado está tan alto hoy? —murmuró.

Siguió trabajando. Pero la sensación no desaparecía.

Cada vez que se agachaba para revisar una obra, sentía una mirada clavada en su espalda.

Cada vez que se giraba, no había nadie.

La recepcionista, Sandra, estaba al teléfono. Los pasillos, vacíos. Solo la tenue música ambiental resonaba entre las obras.

Emma intentó ignorarlo.

Pero entonces, cuando fue a dejar unos documentos en el archivo, una escultura que llevaba semanas en el mismo lugar apareció movida, girada unos centímetros hacia la dirección de su escritorio.

Tragó saliva.

—Estoy paranoica —se dijo—. Son los nervios del nuevo cargo.

Suspiró y regresó a su lugar. Faltaba poco para la hora del almuerzo.

Fue entonces cuando recibió un correo:

Asunto: Cambio de administración – URGENTE

Remitente: Dirección General

A todo el personal:

A partir de hoy, la galería pasará a estar bajo la administración del nuevo propietario. Se les invita a una reunión breve a las 3:00 p.m. en la sala principal para presentarlo formalmente. Su nombre es Damian Zevran

Emma sintió que el estómago se le encogía. Ese nombre…

No sabía por qué, pero algo en su interior ardió al leerlo. Como si una memoria enterrada intentara salir a flote.

Damian.

Lo dijo en voz baja. El nombre se sentía íntimo, aunque no debería.

A las tres en punto, todos los empleados estaban reunidos frente a la escalinata de la entrada principal. Murmullos, comentarios sobre el nuevo dueño, especulaciones. Nadie sabía mucho, solo que había comprado la galería de forma privada y misteriosa.

Emma, con una carpeta contra el pecho, miraba sus zapatos para no parecer nerviosa.

Y entonces, él llegó.

Primero se escucharon sus pasos: firmes, pausados, seguros. Luego, el sonido de su voz:

—Gracias a todos por estar aquí. Sé que es repentino. Pero a veces los cambios son necesarios… y excitantes.

Emma levantó la mirada.

Y lo vio.

Vestía un traje negro, perfectamente entallado. Su camisa, apenas abierta en el cuello, dejaba ver un tono de piel cálido y firme. Su cabello oscuro y peinado hacia atrás enmarcaba un rostro afilado, con pómulos altos, una mandíbula poderosa y una sonrisa que no era exactamente amable… era peligrosa.

Y sus ojos…

Negros. Pero no opacos. Eran profundos como una tormenta, como un abismo seductor. Emma sintió un vértigo súbito al cruzar la mirada con él.

—Mi nombre es Damian Zevran. A partir de hoy, estaré involucrado personalmente en todas las áreas creativas y administrativas. Me gusta conocer mi inversión… de cerca —dijo, escaneando con la mirada a cada miembro del equipo.

Y al llegar a Emma, se detuvo.

Solo un segundo más que con los demás.

Pero lo suficiente para que ella sintiera esa mirada como si la desnudara por dentro.

Damian no sonrió. Pero sus labios se curvaron levemente, como si ya la conociera. Como si hubiera estado esperando verla.

Emma tragó saliva, dio un paso hacia atrás, y bajó la vista. Su corazón latía como un tambor.

—Comenzamos una nueva etapa —dijo él—. Y espero… que estén preparados para todo lo que tengo planeado.

[…]

La reunión había terminado hacía veinte minutos, pero Emma seguía en su escritorio, repasando los informes de la exposición de otoño con la vista fija en el mismo renglón desde hacía cinco minutos.

No podía concentrarse.

Damian Zevran

Su nombre le daba vueltas en la cabeza, como si lo conociera de antes. Y sus ojos…

No podía quitárselos de la mente. Esos ojos no miraban: penetraban.

Sacudió la cabeza, incómoda consigo misma. Se obligó a respirar y concentrarse.

—Emma, ¿verdad?

La voz la hizo girar con un sobresalto.

Damian estaba de pie frente a su escritorio.

De cerca, era incluso más impresionante. Alto, imponente, con un magnetismo silencioso que parecía envolver el espacio a su alrededor. No llevaba corbata. Sus manos —grandes, cuidadas, con dedos largos— descansaban sobre los bordes del escritorio como si reclamara ese espacio también.

—S-sí —respondió ella, poniéndose de pie casi instintivamente—. Soy Emma… Lancaster.

—Lo sé. Ya revisé tu perfil —dijo él con una leve sonrisa, aunque su mirada no se despegaba de la de ella—. Tienes talento. Ojo para los detalles. Y… disciplina.

Ella asintió, sin saber bien qué decir. Le costaba mantener la mirada en la suya. No porque él fuera grosero, sino porque había algo intenso, desconcertante. Como si su presencia alterara la forma en que funcionaba su propio cuerpo.

—Gracias. Estoy… aún acostumbrándome al puesto —dijo Emma, con una sonrisa nerviosa.

Damian inclinó levemente la cabeza, como si analizara cada palabra, cada gesto de ella.

—No hay prisa —respondió él—. Me gusta ver cómo las personas evolucionan. Cómo florecen… cuando se les da el entorno correcto.

La manera en que lo dijo… no parecía referirse solo al trabajo.

Emma tragó saliva, sintiendo cómo el ambiente se volvía más denso. Damian se acercó un paso más. No invadía su espacio personal, pero rozaba el límite. Lo suficiente para que su perfume, cálido y oscuro, la envolviera.

—¿Te sientes cómoda aquí, Emma?

—S-sí, claro —respondió, aunque sus palabras salieron más agudas de lo que quiso.

—¿Y con tu nuevo puesto? ¿No es demasiado para ti?

Lo dijo sin tono burlón. Al contrario, parecía genuinamente interesado… o quizás probándola.

Emma levantó el mentón un poco, como si algo en su orgullo se hubiera activado.

—No. Me gusta trabajar. Me gusta aprender. Si hay presión… la manejo.

Los ojos de Damian brillaron un segundo.

Le gustó la respuesta.

—Eso me agrada —dijo él, con voz baja—. Me gusta la gente que no se rompe fácilmente.

Hubo un silencio breve, cargado de tensión. Emma sintió cómo se le erizaba la piel, y ni siquiera entendía por qué.

Damian bajó la mirada apenas… y luego la subió de nuevo. Como si la desnudara por dentro, sin mover un dedo.

—Te veré pronto, Emma.

Y sin esperar respuesta, giró con absoluta calma y se alejó, sus pasos resonando como un eco largo.

[…]

Emma cerró la puerta de su apartamento con un suspiro largo y profundo.

Se quitó los tacones con un golpe seco, dejó su bolso sobre el sofá, y fue directo a la ducha. El vapor caliente le ayudó a soltar la tensión de los hombros, pero no pudo sacar de su mente esa conversación con Damian Zevran.

Ese hombre… su voz… la forma en que la miraba.

Algo no estaba bien. O… quizás estaba demasiado bien.

Al salir de la ducha, se puso una camiseta grande y se recostó en la cama. El libro de invocaciones no estaba en su mesa de noche —esta vez, había tenido cuidado de guardarlo lejos—. No quería volver a pensar en eso.

Solo quería dormir.

La habitación cayó en un silencio denso, tibio, envolvente.

Emma se sumió poco a poco en el sueño.

Y entonces… lo sintió otra vez.

Presión.

Presencia.

Piel contra piel.

Su cuerpo estaba completamente desnudo. Se sentía caliente, vulnerable… expectante.

Alguien estaba sobre ella. No lo veía con claridad, pero lo sentía con todo su cuerpo.

Sus labios descendían por su cuello, su clavícula, sus pechos… su lengua recorría con una mezcla de adoración y hambre, dejándola sin aliento.

Las manos —grandes, fuertes— sujetaban sus muñecas por encima de su cabeza. La inmovilizaban con una facilidad erótica, dominándola sin agresividad, pero con absoluta posesión.

—Emma… —susurró esa voz profunda, rasposa, cargada de deseo.

Ella abrió los ojos, pero no veía un rostro… solo una silueta perfecta, imponente, masculina. Y sin embargo, lo sabía.

—Damian… —susurró, apenas creyéndose a sí misma.

Él soltó una leve risa contra su oído.

—Así que ya sabes mi nombre.

Su lengua recorrió el lóbulo de su oreja con lentitud. Su aliento era cálido, perturbador. Cada palabra que decía la encendía más.

Emma quiso moverse, pero su cuerpo no le respondía del todo. Estaba atrapada en ese limbo entre sueño y vigilia, donde el placer era más real que cualquier otra cosa.

Los dedos de Damian se deslizaron por su abdomen, descendiendo con una lentitud exasperante hasta posarse justo sobre su sexo húmedo. Ella jadeó al contacto.

—Mmm… tan receptiva —murmuró él, rozándola con la yema de los dedos, dibujando círculos suaves, pausados—. ¿Así te excita pensar en tu jefe, Emma?

Ella se sonrojó violentamente, aunque no pudiera moverse. Era una vergüenza deliciosa. Irracional. Profundamente íntima.

—N-no es real… esto no es real…

—No lo es —respondió él, lamiendo el centro de su pecho—. Pero tu cuerpo no lo sabe. Tu cuerpo solo sabe que me quiere dentro.

Sus dedos la acariciaban con precisión. Exploraban cada rincón, la llevaban al borde. No había prisa. No había ternura. Era dominio puro, pero adictivo. Hipnótico.

Emma no pudo evitar gemir, bajito, como si incluso en el sueño no pudiera liberar lo que sentía.

Él rió despacio contra su vientre.

—Estás tan mojada para mí… tan fácil de leer. Y aún no te he tocado de verdad.

Entonces se inclinó sobre ella, y por un momento, su rostro se acercó lo suficiente para que ella casi lo viera… pero justo antes de que pudiera distinguir sus rasgos, despertó.

Emma se sentó de golpe en la cama. Estaba jadeando, con el corazón en la garganta y la piel completamente húmeda… no solo de sudor.

Se llevó una mano entre las piernas.

Estaba empapada.

El sol apenas comenzaba a colarse por las cortinas. Era demasiado temprano para que esto tuviera sentido. Pero lo más perturbador no era el sueño.

Era que había soñado con su jefe. ¿Cómo lo vería ahora sin ni siquiera recordar este candente sueño?

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