El aire ardía con el aroma a azufre y deseo mientras Kael se recostaba con holgura sobre un diván de piedra negra, una copa de licor infernal en mano y una súcuba encantadora murmurándole dulzuras al oído. La música gutural del inframundo retumbaba en las paredes carmesíes de la casa de placer, donde los gritos de lujuria y condena se entremezclaban con risas demoniacas. Kael estaba a gusto, por fin.
Hasta que escuchó.
—¿Ya te enteraste? —decía uno de los demonios más cercanos, un tipo con la piel agrietada y cuernos retorcidos—. El Rey ha soltado a los cazadores. Los dos. Dicen que van tras la humana del demonio Zevran.
Kael se quedó congelado por un segundo.
—¿Los cazadores? —preguntó el otro demonio, con garras manchadas de sangre—. ¿Estás hablando de Azrath y Vekar?
—Los mism