El aire en el salón privado del Santuario de la Noche vibraba con la tensión que se tejía entre Jade y Hywell.
Los cuerpos de Robert y Jade se movían en una danza desesperada de desafío y placer, mientras los ojos de Jade, ardientes de odio, permanecían fijos en la figura de Hywell al otro lado del salón. Él le devolvía la mirada, su sonrisa gélida, una promesa silenciosa de que esta batalla aún no había terminado.
Robert, ajeno a la guerra silenciosa que libraban, se perdía en la intensidad de Jade. Sus expresiones de placer, su entrega, todo le confirmaba que la tenía, que la había desatado.
—Así se hace. Eres una joya salvaje. Totalmente mía —susurró, su voz densa con el deseo, sin notar el cambio en los ojos de Jade.
Fue entonces cuando Jade lo empujó con una fuerza animal y se arrodilló ante él, su cuerpo ágil y provocador en la penumbra. Su mirada, llena de una resolución helada, no se apartó de Hywell ni un instante. Sus movimientos buscaban el éxtasis en Robert, pero su intenc