La mansión era ahora una jaula más que nunca.
Los días de Jade transcurrían entre las paredes de su habitación y los pocos espacios comunes a los que Hywell le permitía acceso. Cada puerta, cada ventana, parecía observarla. El personal antiguo había sido reemplazado por rostros nuevos, inexpresivos, que se movían como sombras, cumpliendo órdenes sin una palabra de más. Eran los ojos y los oídos de Hywell, su personal de vigilancia.
Jade sentía su aliento en la nuca incluso cuando estaba sola.
Hywell, imbuido de una arrogancia triunfal, la visitaba a diario, no por afecto, sino para reafirmar su control, para recordar el precio que había pagado. Una mañana, mientras ella intentaba desayunar en el comedor bajo la mirada de un guardia a la puerta, él entró con una sonrisa satisfecha.
—Buenos días, mi querida Jade. ¿Dormiste bien?
Su voz era melosa, un veneno disimulado.
Jade bajó la taza de té, su mano temblaba.
—Tan bien como se puede dormir en una prisión.
—No es una prisión —corrigió