Después de que Jade se fue a su habitación, Hywell se sentó en su despacho, y la copa de brandy en su mano giraba perezosamente. La música del piano aún resonaba en sus oídos, no por su belleza, sino por la furia contenida que Jade había proyectado en cada nota. La había observado desde el principio de la noche, cada pequeño temblor, cada sonrojo, cada vez que sus ojos se desviaban de los suyos. Él era un experto en leer a las personas, y Jade, con su alma recién agitada, era un libro abierto.
La confesión forzada de la mañana había sido un placer exquisito. Verla desmoronarse, obligarla a admitir su deseo, el beso del socio, incluso el tacto de sus propias manos... era el alimento que su control necesitaba.
No había amor en sus acciones, ni siquiera una pasión genuina en el sentido romántico. Lo que sentía por Jade era una forma de posesión absoluta, una necesidad de dominar cada aspecto de su ser, especialmente aquellos que ella creía privados.
Lo que había sucedido en la sala de mú