La mañana transcurrió para Jade en una neblina de humillación y terror. Después del desayuno, donde Hywell había saboreado cada palabra de su confesión, la había enviado a sus usuales tareas de gestión de la casa, pero la mirada de todos los sirvientes, aunque discreta, se sentía como un reproche.
El aire mismo de la mansión parecía haberse vuelto más pesado, cargado con el conocimiento del amo. Cada vez que sus ojos se cruzaban con los de algún empleado, Jade imaginaba que sabían de su debilidad, de la ignominia de su deseo expuesto.
Al caer la tarde, la tensión en la mansión se intensificó.
Hywell no había regresado al despacho, ni la había reprendido de nuevo. Esa calma era más aterradora que cualquier grito. Jade intentó prepararse para lo inevitable, pero no sabía qué esperar. Su cuerpo, aún latente con las sensaciones de la noche anterior, se sentía como un traidor. La cena fue un asunto silencioso y tenso. Hywell la observaba con una sonrisa sutil y posesiva en sus labios. Apen