Nick había sentido el cambio en la mansión casi de inmediato, como un cambio en la presión del aire antes de una tormenta.
Después de la cena de los Hywell, algo se había tensado, una quietud antinatural se había apoderado de los vastos pasillos y habitaciones. No era el silencio normal de la noche, sino uno cargado, denso, como si los propios muros contuvieran la respiración. Los otros empleados también lo notaron; sus murmullos eran más bajos, sus pasos más cautelosos. El humor de Hywell, siempre impredecible, había adquirido una frialdad penetrante que ponía a todos en guardia, pero para Nick, la preocupación iba más allá de la atmósfera general.
Era por Jade.
Desde aquella noche en la fiesta, donde la había visto sonreír y coquetear, había sentido una mezcla de alivio y una punzada de celos que no quería admitir. Ella había brillado, por un breve instante, con una vitalidad que no había visto desde que llegó a la mansión. Luego, el brillo se había desvanecido.
Los días siguientes