El sol se alzaba perezosamente sobre las aguas, tiñendo el cielo de naranjas y rosas suaves. El aire, fresco y salado era un contraste con el sofocante lujo de la suite del hotel. Jade, vestida con un sencillo, pero elegante vestido de lino blanco, se encontraba sentada en la cubierta superior del yate de Hywell.
La brisa marina jugaba con mechones de su cabello, pero no traía consuelo a su espíritu ni a su corazón. Sus ojos estaban fijos en el horizonte, donde el sol prometía un nuevo día que, para ella, solo significaba una nueva realidad.
La noche anterior se había desdibujado en su mente en una neblina de sensaciones abrumadoras y una profunda resignación. No había sido la brutalidad explícita que había temido, pero sí una invasión de su espacio y su voluntad.
Hywell había sido metódico, paciente, sus toques firmes y su voz, un murmullo constante de posesión y control. Había sentido su dominio inquebrantable, su presencia exigiendo cada fibra de su ser. Aunque no había lucha físic