El regreso a la mansión después del desayuno en el yate se sintió menos como un hogar y más como un aterrizaje forzoso.
La ostentosa suite del hotel había sido un recordatorio efímero de su nueva realidad, pero la mansión era la prisión en la que viviría su sentencia. Jade, con el vestido de lino aún puesto, siguió a Hywell en silencio por los pasillos opulentos, cada paso resonando con la resignación que ahora sentía.
Cuando llegaron al estudio de Hywell, él se detuvo, su postura dominante. La estancia estaba sumida en una penumbra elegante, las cortinas de terciopelo pesado filtrando la luz del mediodía. Hywell se volvió hacia ella, y la sonrisa que había adornado su rostro en el yate se había borrado por completo. Sus ojos azules, antes gélidos, ahora eran dos lagos helados.
—Siéntate, Jade —dijo, su voz tranquila, pero con una autoridad inquebrantable que no permitía discusión.
Jade se sentó en el borde de una silla de cuero, la espalda recta, las manos apretadas en su regazo. Su