El desafío de Jade, "Pruébame, maldito Hywell, y gánate mi puto perdón", resonó en el gran salón de la mansión. La tanga de encaje, un pequeño trozo de audacia, yacía en el suelo junto al vestido rojo escarlata, una prueba tangible de la apuesta que Jade acababa de lanzar. Hywell la miraba con una intensidad devoradora, su cuerpo tenso, cada fibra de su ser ansiosa por responder al desafío.
La siguiente hora se desdibujó en una vorágine de sensaciones para Jade. Hywell no perdió el tiempo con palabras; su respuesta fue primal, directa. Se inclinó, su cabeza se ubicó entre los muslos expuestos de Jade, y el mundo se redujo a la súbita e intensa devoción de su toque. Jade arqueó la espalda contra el piano, los brazos aferrados al ébano pulido, sus dedos apretando la madera con una fuerza insospechada. Cada caricia de Hywell era una oleada, un incendio que se extendía desde lo más profundo de su ser. Gemía fuerte, empujando sus caderas, tirando de su cabello.
Usó su lengua para llevarla