La vida de los Yuu Nahual siempre se había medido en ciclos. El ciclo del sol, que dictaba el día y la noche. El ciclo de las lluvias, que dictaba la siembra y la cosecha. Y el ciclo de la vida y la muerte, que se aceptaba con una resignación estoica. Eran un pueblo que vivía al borde del abismo, en una tregua precaria con una selva que podía ser tan generosa como cruel, y bajo la amenaza constante de tribus rivales, como los temidos Koo Yasi, el Pueblo de la Serpiente, que codiciaba sus tierras fértiles.
Antes de Nayra, sus días estaban marcados por el trabajo incesante. Las mujeres se levantaban antes del alba para moler el maíz, su conversación un murmullo constante que era la banda sonora de la aldea. Los hombres revisaban sus lanzas, afilando las puntas de obsidiana, preparándose para una caza que a menudo terminaba con las manos vacías. Los niños jugaban a imitar a sus mayores, y el miedo era una lección que aprendían pronto: miedo a la noche, a la sequía, a los malos presagios.