El camino de regreso a la aldea fue una procesión silenciosa y solemne. El cuerpo del gran ciervo blanco, una ofrenda de peso y significado, era transportado en una camilla improvisada por dos de los cazadores. Itzli caminaba al frente, no como un líder triunfante, sino como un hombre apesadumbrado, su mirada fija en el sendero.
Nayra caminaba a su lado. Ya no era la niña perdida que habían encontrado; era el epicentro del milagro. Los cazadores ya no la miraban con curiosidad, sino con una reverencia que bordeaba el temor. Le ofrecían agua antes de beber ellos mismos. Apartaban las ramas de su camino. Su supervivencia y comodidad se habían convertido en su principal prioridad. Ella lo aceptaba todo con una gracia silenciosa, su rostro impasible ocultando la tormenta de cálculos que se arremolinaba en su mente.
Sabía que la parte fácil había terminado. La verdadera prueba no estaba en la selva, sino esperándola junto a la hoguera central de la aldea.
Su llegada fue un espectáculo. La