El festín por la Gran Caza duró dos días. La carne del ciervo blanco llenó los estómagos y levantó los ánimos, un breve respiro en una vida de carencias. Pero cuando la última costilla fue roída y la hoguera ceremonial se redujo a cenizas, la realidad regresó con la fría luz del alba. Las reservas de maíz seguían siendo peligrosamente bajas y la temporada de siembra se acercaba como una prueba ineludible.
Nayra, a través de los oídos de Kenari, supo de la reunión del consejo. Los ancianos, con el rostro surcado por la preocupación, discutían sobre los campos. El suelo estaba cansado. Cada año, la tierra les daba un poco menos, como una madre fatigada que ya no puede alimentar a sus hijos. La solución, como siempre, era la fe: un ritual de fertilidad más grande, quizás un sacrificio mayor, para suplicar a la Madre Tierra que despertara de su letargo.
Esa era la forma de pensar que Nayra tenía que romper.
Por la tarde, reunió a un pequeño grupo. Estaba Itzli, cuya lealtad era ahora tan