Los días que siguieron a la confrontación se volvieron una lenta tortura. La aldea estaba visiblemente dividida. Las miradas que antes eran de curiosidad ahora eran de juicio. Algunos aldeanos evitaban a Nayra, sus ojos clavados en el suelo como si temieran que su blasfemia fuera contagiosa. Otros, como Xana e Itzli, la trataban con una devoción aún más intensa, viendo en su audacia la prueba definitiva de su linaje divino.
Nayra convirtió el cuidado de su pequeño jardín en un ritual diario. Cada mañana, con el sol apenas despuntando sobre las montañas, llevaba una pequeña vasija de agua hervida y regaba la tierra con una lentitud ceremonial, asegurándose de que todos la vieran. Proyectaba una confianza absoluta que no sentía en absoluto. Cada noche, en la soledad de su choza, la ansiedad la devoraba. ¿Y si no funcionaba? ¿Y si el mineral era solo una roca extraña? Su grandiosa mentira se derrumbaría y con ella, su única oportunidad de sobrevivir y prosperar. Su necesidad de lavarse l