Un accidente en Marte que provocará inesperadas consecuencias para su población, un giro inesperado camino hacia una fiesta sellará el fatídico destino de una incauta pareja, una mujer perezosa en un hospital recibirá su merecido y otros relatos que te mantendrán en vilo y al borde de tu asiento de la mano del genial Demian Faust.
Leer másNatalia Laredo contempló a través de la ventana aquél desolado paisaje marciano. Un clima gélido y ventoso que azotaba perennemente unas extensas planicies rojizas y empedradas, y a lo lejos, en el horizonte, unas enormes montañas del mismo color. La noche estrellada era coronado por las dos lunas Deimos y Fobos que recorrían el firmamento nocturno a tiempos desiguales.
El inhóspito paisaje le estrujó el corazón. La misión estaba por terminar pero aquellos meses se le habían hecho eternos, y las semanas que faltaban parecían una larga e insufrible condena de años. Aún así trató de disipar esos oscuros pensamientos de desolación y tristeza que la embargaron y retomó la lectura de su Biblia.
Desde el descubrimiento del motor de plasma se había conseguido enviar misiones tripuladas al planeta Marte en un trayecto de unos quince días de tiempo (muy poco comparado con los 18 meses que hubiera tomado antes). La más reciente, la Misión Aurora III, debía permanecer en el planeta rojo por seis meses, que estaban ya cerca de culminarse. Sus funciones eran meramente exploradoras y científicas y Laredo a veces sentía que estaban allí sólo para recolectar piedras.
Desde el primer amartizaje unos cinco años antes, en que aquellos pioneros, los primeros hombres en Marte, colocaron los cimientos básicos de una base—campamento, todas las subsecuentes misiones habían hecho mejoras y adiciones a la estructura conocida como la Base Ares I. Por fuera parecía un domo hecho de piezas cuadriculadas, pero por dentro le brindaba la comodidad necesaria a los astronautas para las largas y duras misiones. En su interior estaban protegidos del glacial clima marciano y las radiaciones solares de un planeta sin capa de ozono. Disfrutaban de calefacción, oxígeno, luz artificial, catres cómodos, duchas y todo lo necesario para la vida humana. Sobra decir que les habían enviado con suministros suficientes de alimento, agua y medicamentos para más de seis meses. Pero, además, había una novedad: televisión.
Aparte de los sofisticados sistemas de comunicación que los mantenía en contacto constante con el comando central siempre que se pudiera, los expertos en la base central habían pensado que era bueno para la moral de los astronautas en Marte recibir transmisiones televisivas desde la Tierra. Cosa que se hacía mediante un elaborado sistema de redes satelitales que enviaban una poderosa señal hasta Marte (en cuya órbita ya se habían colocado satélites artificiales hacía algunos años) la cual llegaba con un retraso de varias horas, pero llegaba, que era lo importante. Se suponía que aquello hacía sentir a la tripulación menos abandonada, menos alejada de su hogar, menos desarraigada y podía combatir los efectos del estrés y la depresión que se habían reportado en todas las misiones. Un sentimiento de soledad profunda al verse como los únicos seres humanos en un planeta entero.
El comando de la misión se encontraba bajo la autoridad del capitán Watson, estadounidense y máxima autoridad en la base, un sujeto ególatra, narcisista y grosero, que no tenía ningún don de liderazgo. Watson frecuentemente prorrumpía en histéricos regaños en forma de gritos con los que humillaba a todos sus subalternos, reclamaba frenéticamente ante el más mínimo error, e incluso se enfadaba sin sentido por faltas imaginarias. Nunca dudaba en utilizar apelativos ofensivos y en establecer castigos injustos, al mismo tiempo que él era un holgazán e incompetente que denigraba a los demás como una forma de autodefensa. Sobra decir que era muy odiado por todos, pero no tenían más opción que aguantarlo hasta el final de la misión.
Los militares, propiamente dichos, eran solo seis, aparte de Watson, estaba el regordete y fornido noruego, el comandante Greivik, segundo al mando, que medía casi dos metros, era muy velludo, barbudo, tenía una cicatriz en la mejilla y recordaba a los rudos vikingos de antaño. Sin embargo, a pesar de su aspecto tosco, era sumamente alegre y amistoso, gustaba de tocar la guitarra y cantar viejas canciones noruegas para sus compañeros, nunca se excedía con el licor y siempre sonreía cuando se le pedía un favor. También estaba el español Robertson, teniente y encargado de comunicaciones, tenía unos ojos brillantes, barba de candado, rostro lobuno y era muy fornido, de espíritu alegre como Greivik pero más frío y calculador, odiaba profundamente a Watson pero reprimía su profundo rencor porque aspiraba llegar lejos en el ejército y prosperar en su carrera militar. Robertson era sumamente disciplinado y capaz de llevar a cabo cualquier labor por difícil que fuera, así como de aguantar cualquier humillación de Watson, siempre con la mira de algún día ascender y ser él quien ejerciera la disciplina. Sin embargo, Robertson nunca fue plenamente sumiso, en muchas ocasiones encaró a Watson y lo llegó a cuestionar, aunque siempre dentro de la normativa estipulada por los reglamentos militares. Y cuando, como sucedía frecuentemente, Robertson demostraba tener razón, Watson aunque nunca admitía su error y contenía su resentimiento hacia Robertson, cedía y ordenaba seguir las directrices de este. Robertson era muy listo y mucho más inteligente que Watson, así que jamás hizo nada que no estuviera permitido a un subalterno, por lo que Watson jamás pudo establecerle una sanción contra él como hubiera deseado.
Andrade, un sujeto escuálido, de anteojos, cabeza rapada y rostro afilado, era físico y meteorólogo, siempre estaba deprimido y ensimismado, y realizaba comentarios morbosos.
Los Hermanos Grimassi eran dos inquietos y fornidos hermanos italianos, muy parecidos físicamente y unos verdaderos cabezahueca. Seguían las directrices de sus superiores sin chistar y sólo servían para las labores más elementales y mecánicas. Eran apuestos y de buen físico pero muy tontos, uno mayor que el otro por un año, y ambos eran castaños y con muchos tatuajes. Muy parecidos entre si, aunque no eran gemelos.
La única mujer militar del grupo era la brasileña Natalia Laredo, que tenía grado de cabo y era la de menor rango. Era muy joven (debía tener unos veinte años apenas), sumamente atractiva de piel morena y cabello rizado, tenía un hermoso y esbelto cuerpo, quizás porque había sido bailarina de valet y atleta olímpica aunque dejó esas carreras de lado por la milicia. Además, Laredo era sumamente religiosa, siempre llevaba consigo un rosario, rezaba todos los días antes de comer y de acostarse y leía con frecuencia la Biblia.
El resto del personal era civil, aunque algunos habían tenido experiencia militar. Entre ellos estaba la doctora María Odriozova, psicóloga rusa encargada de mantener el orden y la estabilidad mentales de los personeros, particularmente por las frecuentes riñas que surgían entre todos debido al hacinamiento y la presión. Era una mujer muy atractiva de edad madura, con cabello largo rubio y ojos azules.
Otros civiles eran el cocinero, Abdul, un musulmán de origen turco, y Tamayo, el técnico de informática japonés, el más joven del grupo, un muchacho muy flaco y algo afeminado, que siempre fue objeto de burlas por parte de Watson, Greivik y Robertson por ser homosexual.
Las labores de la tripulación eran variadas pero normalmente consistían en cericiorarse del buen funcionamiento de las instalaciones de la Base Ares (algo de vital importancia), recabar muestras de suelo y examinarlas enviando los resultados de inmediato, estudiar el clima marciano y explorar de vez en cuando el territorio. Pero, y a pesar de que Watson intentaba reducir el tiempo libre (salvo para él) al mínimo, la verdad es que a veces no tenían mucho que hacer y pasaban largo tiempo tratando de llenar unas tediosas horas muertas. Para evitar ser víctimas de una morbosa sensación de aburrimiento y desasosiego, se abocaban a actividades recreativas comunes y se divertían escuchando las canciones que cantaba Greivik con su guitarra, tomaban algo del vino y otros licores de la despensa cuyo uso sólo era permitido si Watson daba permiso (y en todo caso, era prohibido emborracharse) así como conversaban entre sí o veían televisión. Los marginados de la algarabía eran Watson por su impopularidad y en alguna medida Tamayo que resentía las burlas homofóbicas que había recibido de casi todos salvo las dos mujeres. Odriozova le escuchaba siempre por horas en su terapia quejarse por los insultos hacia su homosexualidad y era con la única que se llevaba bien. Tanto Laredo como Abdul se abstuvieron de insultarlo pero ambos por su religión lo consideraban pecaminoso e incluso Laredo intentaba predicarle el Evangelio sin éxito. Andrade se mantenía siempre distante y con turbios pensamientos en su mente atormentada, pero participaba lo más posible de los escasos festejos.
Ahora se encontraban en medio de un vasto y yermo desierto. El cielo en ese mundo era de un tono anaranjado e iluminado por tres soles de diferente tamaño. La arena no era como la de la Tierra pues tenía un olor acre y una textura diferente.—Este lugar se ve aún más inhóspito que los anteriores.—Pero miren —dijo Meredith señalando hacia el cielo—, hay vida.Una veintena de criaturas sobrevolaban por el cielo. Tenían una forma aplastada y romboide que les permitía planear. No tenían plumas, sino que estaban cubiertos por una piel gruesa y rugosa, totalmente lampiña. Sólo tenían un ojo ubicado en el frente y parecían ignorar a los recién llegados.—Será mejor que exploremos este sitio —sugirió Harrison—, y busquemos agua y comida o moriremos. Dejamos las mochilas de superviv
La conmoción de atravesar el abismo tuvo los mismos efectos tortuosos que antes. Los cuatro convictos aterrizaron esta vez sobre una superficie fría y nevada. Quizás por el temor a ser acechados por algún elemento de la fauna local, o porque ya habían experimentado aquel dolor antes, se recuperaron un poco más rápidamente.—¿Qué es eso? —preguntó Kane observando hacia la distancia. En el horizonte nublado y bajo una copiosa nevada que dificultaba la visión, se podía observar una siniestra silueta aproximándose. De lejos parecía un gigante antropoide con tres cabezas, aunque cuando estuvo suficientemente cerca como para ser distinguido se dieron cuenta que esa criatura distaba mucho de ser simiesca.Para empezar no tenía cabeza realmente, sino tres ojos que brotaban directamente de los hombros y que se extendían como los ped&uacut
Al atravesar el agujero negro los cinco viajeros experimentaron un dolor imposible de describir. Era como si cada molécula de su cuerpo, cada fibra de su ser, fuera estirada y torcida caóticamente. El suplicio era tan intenso e intolerable que pudieron haber enloquecido. Se encontraban justo en medio del vacío más absoluto, en la oscuridad más completa. No había aire que respirar, no había una mínima partícula de luz, todos gritaron pero sus gritos eran mudos ya que no existía el sonido. Aquella tortura fue tan terrible que todos se arrepintieron de inmediato por haber escogido eso en lugar de la muerte.Luego el tormento cesó. Salieron disparados a través de un portal dimensional abierto del otro lado y cayeron sobre lo que parecía ser tierra.Llegaron incapacitados. Habían salido ciegos del agujero negro, pero no mudos. Gritaban con todo su ser como una
—Sal —le dijo uno de los militares abriendo la puerta de su celda. La luz que penetró a través de la entrada le lastimó los ojos. Era muy temprano en la mañana y ella estaba durmiendo. El sol aún no salía y de todas maneras, era invierno.Meredith estaba aún sobre la cama de su estrecha y aséptica celda, debajo de las raídas cobijas. Se cubrió los ojos con el antebrazo para protegerlos del resplandor.—¿Me da tiempo de alistarme? —le pidió al gringo hablándole en su mal inglés.—Rápido —ordenó él y cerró la celda de nuevo. Meredith se levantó del duro catre pegado a la pared y que sólo tenía un colchón que no era demasiado cómodo. Vestía en ese momento sólo una camiseta sin mangas y su ropa interior. Se estiró, bostezó y en
LA VISITA DE MEDIANOCHENunca fue mi intención matar a esa persona. En serio, nunca quise hacerlo. Aquella noche cuando salí de la fiesta de la empresa estaba pasado de copas y quizás no debí haber manejado, pero ¿Quién iba a saber que eso pasaría, por Dios?En verdad me siento terrible por lo que sucedió pero no creo merecer este castigo infernal. Mi mente se encuentra atormentada por esta pesadilla de la que no puedo despertar…Aquella fatídica noche que arruinó mi vida para siempre y quizás condenó mi alma a un suplicio eterno, transitaba yo por el túnel del Zurquí con una torrencial lluvia bajo los efectos de bebidas embriagantes nublando y entorpeciendo mi mente. Los relámpagos violaban la oscuridad cíclicamente y los enormes goterones empujados por una estremecedora ventisca dificultaban el manejo.De
Flor siempre había maldecido su destino. Nunca comprendió porque tenía que ser ella, precisamente ella, quien tuviera la desagradable, repulsiva e insoportable tarea de cuidar a ese anciano asqueroso.Tenía veinte años y debía de estar disfrutando su juventud con amigos y novios, pero no cuidando a un anciano agonizante. Cada vez que el maldito viejo le girtaba para darle órdenes, Flor se estremecía de odio, de asco y dolor. Recordaba con ira todo el sufrimiento que le había proporcionado y su corazón se inflamaba en un corrosivo rencor.Al principio el anciano daba órdenes como un dictador. Postrado a una cama no tenía más opción que gritarle día y noche; “Tráeme la comida, zorra, Quiero agua, prostituta, Acomódame la almohada, estúpida, Cámbiame el pañal cerda, Tráeme el periódico maldita”. P
Último capítulo