El solitario brote de maíz se convirtió en un santuario. Por la mañana, los aldeanos dejaban a sus pies pequeñas ofrendas: una flor exótica, una piedra de río de forma interesante, una pluma de pájaro brillante. El pequeño jardín de Nayra se había transformado en el corazón espiritual de la aldea, un testamento viviente de su poder.
Pero Nayra sabía que un solo brote no podía alimentar a una tribu. La fe era su cimiento, pero la comida sería su imperio. No esperó. Capitalizó el impulso de su victoria con una velocidad que dejó a los ancianos sin aliento.
Esa misma tarde, convocó una reunión. No en la choza del consejo, bajo la mirada sofocante de los ancianos y la tradición, sino al aire libre, junto a los campos de cultivo principales. No convocó a los líderes; convocó a los trabajadores. A las mujeres que pasaban sus vidas de rodillas, sembrando y cosechando. A los hombres que limpiaban la tierra.
"El Padre Sol no habla solo con los ancianos", declaró Nayra cuando una multitud nervi