Cecil vuelve a tirar de mí, esta vez con más fuerza, ignorando completamente mi incredulidad. Su ritmo apurado resuena en las baldosas del suelo mientras descendemos hacia el vestíbulo principal.
—Detente, Cecil, mírame —le pido y logro que lo haga—: yo me caso contigo a cualquier hora y día. Pero no porque pienses que nadie puede robarme de ti, Cecil. No debes sentirte insegura, amor; eres la mujer de mi vida. Te amo, Cecil, no tengas miedo, nadie me robará de ti. Ella se queda mirándome muy seria. No dice nada por un momento; toma mi rostro con sus dos manos y me besa sin importar que estamos rodeados de personas. Al separarnos, se queda así y me dice: —No lo hago por eso, Guido. —¿Y por qué entonces? —pregunto, queriendo saber por qué ahora acepta—. Antes de que ella llegara, te estaba rogando para que nos cas&aacut