La mañana entró con un resplandor pálido que apenas alcanzaba a atravesar las cortinas del apartamento. El mundo afuera parecía indiferente a las guerras invisibles que ellos libraban en silencio. Emma despertó en los brazos de Alejandro, y por un instante se permitió olvidar. Suspiró con suavidad, aferrándose un poco más a su pecho, como si el calor de él pudiera protegerla de lo inevitable.
Alejandro abrió los ojos segundos después. La observó, tranquila por primera vez en mucho tiempo, y sonrió con un gesto que pocas veces dejaba escapar. Besó su frente y permaneció así, inmóvil, como si con ese simple gesto pudiera grabar el recuerdo en su piel.
Pero el sonido insistente del teléfono de Mateo los devolvió a la realidad. En la sala, se escuchaba cómo el timbre resonaba con una urgencia imposible de ignorar. Emma se movió inquieta, y Alejandro le acarició la mejilla.
—Quédate aquí —le dijo con voz baja—. Voy a ver qué pasa.
Ella lo detuvo, sosteniendo su mano.
—No me dejes. No esta