El apartamento estaba sumido en un silencio extraño después de la batalla. El humo aún se colaba entre las rendijas de la ventana rota, y el olor a pólvora permanecía como una cicatriz invisible. Mateo y Clara habían decidido refugiarse en la habitación más alejada, cuidando de Lucía, que se aferraba al maletín con la información como si fuese lo último que le mantenía en pie.

Eso dejó a Alejandro y Emma en la sala, solos, bajo la tenue luz de una lámpara que apenas sobrevivía al desastre.

Emma, aún temblando, se dejó caer sobre el sofá. Tenía el cabello revuelto, el rostro marcado por la tensión y los ojos enrojecidos, pero a Alejandro nunca le había parecido tan hermosa. Tal vez porque, a pesar de todo, seguía allí. Viva. Con él.

Alejandro se acercó despacio, como temiendo que cualquier movimiento brusco la rompiera. Se arrodilló frente a ella y tomó sus manos.

—¿Estás bien? —preguntó con voz ronca.

Emma lo miró, incapaz de sostener la máscara que tantas veces había usado para apare