El amanecer bañó el castillo con un resplandor dorado. Las paredes, que en otras épocas habían sido mudas testigos de luto, parecían hoy iluminarse con la calidez de voces nuevas. El aire olía a café recién hecho, a pan horneado y a la promesa de un día diferente.
En la cocina, Emma y Clara estaban frente a los fogones. Emma revolvía una olla con atención, aunque su rostro se iluminaba cada tanto con risas suaves mientras escuchaba a Daniel hablar sin descanso.
—Y entonces, Emma, planté una semilla justo aquí, en el patio. Y ya tiene tres hojitas verdes. Clara dice que es un girasol, pero yo creo que va a ser un árbol gigante.
Emma se inclinó hacia él, fingiendo sorpresa.
—¿Un árbol? ¿En serio? Eso significa que tienes manos mágicas, Daniel. No cualquiera logra eso.
El niño sonrió con orgullo, alzando la barbilla.
—¡Lo sé! Quizá cuando crezca pueda llenar todo el castillo de árboles.
Clara soltó una carcajada breve, mientras le pasaba un cuenco a Emma.
—Si lo dejas, Emma, en un año no