El camino hacia el castillo estaba sumido en un silencio espeso. La luna se alzaba entre nubes rasgadas, proyectando una luz plateada sobre los árboles que se mecían con el viento nocturno. El coche negro de Julián se deslizaba por la carretera secundaria hasta detenerse finalmente frente a los portones de hierro del castillo.
Alejandro observó en silencio, apoyado contra el respaldo, con el rostro endurecido y una venda asomando bajo la camisa. A pesar de que su cuerpo aún dolía, la determinación en su mirada lo hacía parecer indestructible.
—Aquí termina mi parte —dijo Julián apagando el motor, sin apartar la vista del retrovisor—. Si me quedo demasiado cerca, levantaré sospechas.
Alejandro lo miró en la penumbra.
—Me diste más de lo que esperaba. Y me devolviste algo que no creí que volvería a sentir: una segunda oportunidad.
Julián soltó una breve risa, de esas que esconden más dureza que alegría.
—No me des las gracias todavía. Estás regresando a un lugar lleno de enemigos. Y lo