El eco de la tormenta había quedado atrás, pero en el castillo la tensión era mucho más densa que cualquier nubarrón. Las paredes de piedra, otrora silenciosas, ahora vibraban con los pasos apresurados de los sirvientes que corrían por los pasillos, susurrando rumores que nadie se atrevía a confirmar en voz alta: Isabela había vuelto.
Alejandro lo sabía. Sentía su presencia antes de verla, como una sombra que se colaba por las grietas de su mundo. Estaba sentado en su estudio, los ojos fijos en una carpeta que ya conocía de memoria —su investigación sobre Salvatierra, el orfanato, las conexiones con la Fundación Santillán—, pero no era capaz de leer una sola línea. La ira lo corroía.
La puerta del salón principal se abrió con fuerza. Clara, que intentaba contener a Daniel en sus brazos, dio un respingo. Y allí estaba ella: Isabela, impecable como siempre. Vestía un traje beige de tela fina que resaltaba aún más su porte elegante. Sus labios rojos parecían una herida fresca en medio de