La habitación del hospital estaba sumida en penumbra. Afuera, las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos como un mar de luciérnagas artificiales. Alejandro permanecía recostado, los músculos aún doloridos pero su mente más despierta que nunca. Había fingido debilidad durante días, permitiendo que Isabela creyera que lo controlaba. Pero cada palabra que ella dejaba escapar, cada llamada sospechosa, lo acercaba un paso más a la verdad.
Esa noche, escuchó el clic metálico del tacón de Isabela al salir de la habitación. El sonido de su perfume, demasiado dulce y penetrante, se disipó en el aire. Alejandro, con el corazón latiendo con fuerza, se incorporó lentamente. Había esperado este momento: ella había dejado el teléfono sobre la mesita, distraída con un vaso de agua que llevaba en las manos.
Con sigilo, lo tomó entre sus dedos. El aparato brilló con la luz de la pantalla. Sus movimientos eran rápidos, precisos, los de un hombre que sabía que no tenía margen de error. Marcó el númer