No fue una discusión lo que los llevó a hablar.
Fue el cansancio.
Ese cansancio que ya no se podía maquillar con rutinas ni con silencios bien educados. Ese que se instala cuando las palabras no dichas pesan más que las pronunciadas.
Emma fue la primera en romperlo.
No con reproches.
No con lágrimas.
Con una calma que asustaba más.
—Tenemos que hablar —dijo, mientras dejaba una taza de café frente a Alejandro.
Era temprano. Sofía aún dormía. Isabella respiraba suave en su moisés. La casa estaba en ese punto frágil donde todo parecía intacto… pero ya no lo estaba.
Alejandro levantó la vista. Asintió.
—Sí.
No hubo evasión. Tampoco alivio.
Se sentaron uno frente al otro, como dos personas que ya no necesitaban rodeos porque no quedaba espacio para ellos.
Emma apoyó las manos sobre la mesa.
—No quiero seguir fingiendo que no pasa nada —dijo—. Ni para protegerte… ni para protegerme.
Alejandro sostuvo su mirada.
—Yo tampoco.
Emma respiró hondo. No estaba nerviosa. Estaba decidida.
—No me du