El mundo no se detuvo cuando Alejandro desapareció.
Eso fue lo más cruel. Las calles siguieron llenas de gente, los niños rieron en los parques, el sol volvió a salir como si nada se hubiera perdido. Pero dentro de mí, todo se había vuelto ceniza.
El refugio —Casa Esperanza— se convirtió en mi única rutina. Cada mañana llegaba antes del amanecer, aunque ya no distinguía los días. Las paredes olían a pintura nueva y a pan recién hecho, pero también a recuerdos, a promesas que ahora dolían. Los niños me buscaban con sonrisas, y yo les respondía con una que no me pertenecía.
Las noticias hablaban cada hora del mismo titular: “Aún sin rastro del empresario Alejandro Blackwood tras accidente aéreo.”
Accidente. Qué palabra más tibia para decir tragedia.
Durante los primeros días, me negué a creerlo. Lucía intentó mantener la calma, me habló de protocolos de rescate, de satélites y rutas marítimas. Pero con cada hora que pasaba, su voz sonaba más resignada.
—Tienen equipos de búsqueda en tre