El sonido de la lluvia volvió a ser parte de la casa, como si nunca se hubiera ido. Durante semanas había deseado que el silencio terminara, pero no así. No con ese rumor constante que parecía anunciar un final que nadie quería pronunciar.
El día comenzó con llamadas que no contesté y mensajes que no quise leer. Todo se resumía a una sola frase: Alejandro tiene que irse.
Lo había escuchado de Lucía la noche anterior, su voz temblando entre la firmeza y la culpa.
—El fiscal especial insistió —me dijo—. Hay una amenaza directa, Emma. Su nombre está en una lista.
Yo no quise creerlo. No quería. Habíamos resistido tanto, había sobrevivido a cosas peores. Pero entonces vi su maleta.
Una sola, grande, de cuero oscuro. Estaba junto a la puerta del despacho, abierta, esperando.
Alejandro estaba de pie frente a la ventana, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en la lluvia que golpeaba el vidrio.
—¿Cuándo decidiste? —pregunté, con la voz apenas audible.
—No fue una decisión —respo