Lucía aún sentía la sien palpitando del golpe de Julián, pero no había tiempo para compadecerse. Sentada en el salón principal del castillo, rodeada de mapas, carpetas y teléfonos encendidos, el dolor se mezclaba con una determinación ardiente. Cada latido de su corazón era un recordatorio: Arturo Salvatierra había osado poner sus manos en Daniel, un niño que no merecía cargar con las deudas de los adultos.
—Te juro que te voy a destruir —susurró para sí, mirando el sobre con los documentos que aún conservaba copias ocultas.
Cuando Mateo regresó, acompañado por Clara, no venía solo. Con ellos entró el capitán Rodrigo, el hombre al que Lucía había buscado desde que comenzó la pesadilla. Alto, de cabello entrecano, uniforme impecable pero con el cansancio grabado en los ojos, era un hombre marcado por cicatrices invisibles.
Lucía se puso de pie de inmediato.
—Gracias por venir —dijo con la voz cargada de urgencia—. Sé que te arriesgas, pero no tenemos otra salida.
Rodrigo la observó en