La madrugada había caído sobre el castillo como un manto frío. Las velas iluminaban apenas los pasillos de piedra, y el aire olía a humedad y a tensión contenida. El contacto con el capitán Rodrigo Méndez había encendido una chispa de esperanza en el grupo, pero también había traído consigo una carga de miedo: si él estaba dispuesto a ayudarlos, entonces también estaba en peligro.
Emma y Alejandro caminaban juntos por el pasillo, sus manos entrelazadas. Él llevaba la mirada fija al frente, pero cada pocos segundos se giraba hacia ella, como si necesitara asegurarse de que estaba allí, real, viva. Emma notó esa insistencia y sonrió con suavidad.
—No me voy a ir a ninguna parte —susurró, acariciándole el dorso de la mano.
Alejandro se detuvo y la atrajo hacia sí, besándola con una ternura que contrastaba con la dureza de sus facciones.
—Lo sé —respondió, rozando su frente con la de ella—. Pero no puedo evitar pensar que cada decisión que tomamos es un paso más hacia el abismo.
Ella lo s