El fuego que no arde

No había rastros de semejante tormenta cuando llegó al cottage, solo un sol enorme y el cielo despejado. Ahora le tocaba poner cara de nada y simular, olvidarse de cómo el cuerpo de la mestiza se amoldó tan bien al suyo, de su peso ligero, del aroma de su cabello.

Mercedes lo recibió recostada en una silla de playa, en un traje de baño que dejaba poco a la imaginación, con una sonrisa y una margarita en la mano. Había perdido la noche anterior, pero aún le quedaba un día y medio.

La llegada de Maximiliano, coincidió extrañamente, con un pequeño tour que iban a tomar los mayores en bote. Los dejaron solos y ella aprovechó el tiempo.

Charlaron, conversaron sobre su campaña política,

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