Todavía estaban en el piso cuando amaneció.
Durante la noche, ambos se acomodaron. Maximiliano con la espalda contra la pared, sosteniéndola y ella, entre sus piernas con la cabeza escondida en su pecho.
Él estaba despierto, mirándola dormir con la cara manchada de lágrimas. Oyó la puerta abrirse y una cabeza asomándose. Hipólito abrió grande los ojos, pero no dijo ni una palabra antes de salir. Tenía razón. Por supuesto que tenía razón.
«¿Qué voy a hacer?», pensó Maximiliano. El peso de Verónica sobre su cuerpo, la tibieza y las piernas que se asomaban debajo del vestido. Nunca la había visto con falda. Siempre andaba por ahí en pantalones, descalza, despeinada.
Iba a perder la cabeza, en realidad, ya la había perdido. La hija de Anchorena solo apareció un día para robarle el alma y p