Neriah
La puerta se cerró detrás de mí con un susurro metálico. El apartamento me recibió en una penumbra suave, como si supiera que no quería luz. Me quité el abrigo lentamente, la tela deslizándose contra mi piel como una caricia no deseada, demasiado cercana al recuerdo.
Cada habitación parecía vacía, pero saturada de su ausencia. O de su presencia fantasma.
Puse mi bolso sobre el aparador, dudé. Mis dedos temblaban ligeramente, los observé sin comprender. ¿Por qué ahora? ¿Por qué él?
Bastó con una mirada.
Y esa mirada me había penetrado hasta los huesos.
No quería pensar en ello. No quería volver a pensarlo.
Pero era imposible.
Él estaba en mí.
Su aliento en mi cuello, que nunca había sentido.
Su mano en mi cadera, que nunca había tocado.
Pero lo sentía.
Como una huella invisible. Como una mordida dejada por un sueño prohibido.
Me dirigí hacia el baño, despojándome lentamente de mi ropa, dejándola caer al suelo una a una, como si así pudiera deshacerme de esos pensamientos. El agua corrió, caliente, hirviendo, y me deslicé en ella sin reservas, esperando disolverme, borrar esa tensión que me aprisionaba desde hacía horas.
Pero cuanto más corría el agua, más lo sentía.
No a Liam.
A él.
El otro.
Aquel que nunca había conocido, y que, sin embargo… vibraba en mi sangre.
Un escalofrío me atravesó, brutal. Y de repente, mi cuerpo me traicionó.
Mi respiración se aceleró, mis muslos se apretaron. Mis dedos se deslizaron entre mis piernas antes de que realmente me diera cuenta.
Kael.
El nombre explotó en mi cabeza como una tormenta.
Y en el vapor, escuché su voz ronca.
– Eres mía.
Me mordí el labio. Una pulsación en mi bajo vientre, dolorosa y urgente. No era más que un sueño. Y, sin embargo, ya me poseía.
Liam
Me serví un vaso, más por costumbre que por deseo. El whisky se deslizaba por mi garganta sin calor. Nada me alcanzaba esta noche. Nada, excepto ella.
Neriah.
La había dejado ir. Era mejor así. Era necesario.
Y, sin embargo.
Mi puño golpeó el mostrador de madera con un ruido sordo.
Ya no controlaba nada. Ni mis gestos. Ni mis pensamientos. Ni mis instintos.
Ella me había mirado, hoy. No como una mujer que quiere jugar. Sino como un alma hambrienta.
Y yo también lo estaba.
Hambriento de ella.
Pero había algo más. Algo que me molestaba. Me corroía.
Una sensación extraña, que no podía nombrar.
Como si… no estuviera solo.
Como si, a través de ella, alguien más me estuviera mirando.
Alguien más… también la deseaba.
Y ese deseo, lo sentía en ella. No era solo mío.
Un vértigo me tomó. Dejé el vaso, presté atención. Nada.
Pero en el fondo de mí, una alarma gritaba. Sorda. Primordial.
Como si algo más antiguo, más animal, se despertara.
Alguien más.
Un rival.
Una presencia.
Y ella era el punto de origen. El fuego. El corazón.
Subí a mi habitación, incapaz de liberarme de esa imagen: Neriah, empapada, desnuda, jadeante. Sola. O no.
Y yo… a mil leguas de apartarme.
Neriah
La noche cayó sin ruido, tragándose las horas.
Me deslicé en mis sábanas, desnuda, aún húmeda, aún perturbada. Mi corazón latía demasiado fuerte, demasiado rápido.
Creí vislumbrarlo, un segundo.
El otro.
Kael.
Sus ojos ámbar en la sombra. Su presencia, casi tangible, en el aire. En mi cama.
– ¿Quién eres? susurré en la oscuridad.
Un silencio. Luego… un calor. Fugaz. Eléctrico.
Mi cuerpo respondió antes que mi mente.
Y esa noche, no dormí.
Me hundí.
El sueño me envolvió sin transición. Estaba en otro lugar. De pie, descalza, sobre un suelo de mármol negro estriado de oro. El cielo sobre mí no era un cielo, sino un terciopelo nocturno estriado de relámpagos blancos, como si el universo mismo respirara a través de una cicatriz.
Él estaba allí.
A unos pasos.
Silhouette masiva. Inmóvil. Oscura.
Y sus ojos… Dios mío, sus ojos.
Un dorado incandescente, casi sobrenatural. Feroz. Hambriento. Perdido.
No se movía, pero su mirada me consumía.
– ¿Kael? susurré.
Una sonrisa, apenas esbozada. Y, sin embargo, escuché su respuesta en todo mi cuerpo.
– Me has llamado.
– No… no quería…
Se acercó.
No como un hombre. Como una fuerza. Un aliento. Una pulsación.
Me rodeó sin tocarme.
– Me deseas, Neriah.
No era una pregunta. Era una condena.
Intenté retroceder, pero mi cuerpo no respondió. Ya ardía de él.
Su mano se elevó, acarició el aire a unos centímetros de mi mejilla.
– No me conoces.
– Y, sin embargo, estoy en ti.
– ¿Quién eres?
Sonrió. Lentamente. Peligrosamente.
– Quien vigila. Quien has olvidado. Quien te ha marcado. Antes incluso de tu nacimiento.
Me estremecí. Mi corazón retumbaba. Cada latido gritaba su nombre.
Se inclinó, su boca al borde de la mía sin tocarla.
– No perteneces a nadie. No realmente. Eres mía. Desde siempre. Y lo sabes.
Y entonces sus labios tocaron los míos.
Todo explotó.
El fuego.
El vértigo.
El dolor exquisito de un recuerdo enterrado.
Me vi… en otro lugar. Otra vida. Otra piel. Otra época.
Y él. Siempre él.
Desperté de un salto, desnuda, jadeante, las sábanas empapadas de sudor y deseo.
El nombre aún me quemaba los labios.
– Kael.
Y comprendí algo, terrible e indiscutible.
Lo había conocido.
Y lo encontraría de nuevo.