NERIAH
La sala de reuniones está bañada en una luz blanca, casi cruda, que resbala sobre las superficies frías y lisas de la gran mesa de vidrio. Los rostros a mi alrededor están concentrados, absortos en números, gráficos, proyecciones del futuro, pero también en una especie de rutina mecánica. Sus voces se entrelazan en un murmullo profesional, monótono.
Estoy allí, sentada recta, con la espalda rígida, inmóvil en ese sillón. Pero mi mente está en otro lugar, lejos. Desgarrada entre un miedo sordo que me oprime el pecho y una anticipación ardiente, hambrienta, que me devora por dentro.
Intento seguir los intercambios, responder a las preguntas, anotar los puntos esenciales. Pero todo se confunde. Las palabras se desvanecen detrás del martilleo regular, inexorable, de mi corazón.
Cada tic del reloj, cada respiración se convierte en un golpe sordo que resuena en mi cabeza. Como si el tiempo mismo quisiera aplastarme.
Luego, sin previo aviso, la puerta se cierra contra la pared con un